Columna

Recuerdos

Una de estas tardes, alguien comentó que nos habíamos pasado la vida corriendo. No se refería a esa carrera de obstáculos de nuestra trepidante sociedad porque hablaba de tiempos bastante más reposados y de objetivos mucho menos prácticos: perdiendo el aliento detrás de ideas, proyectos o ídolos dotados con los talentos y virtudes que en nosotras echábamos de menos y que, antes o después, inevitablemente, se habían de desmoronar para dejar paso a otra ilusión. Fue un comentario divertido y descansado por recibir ahora a la vida paso a paso por sus escalones de subida y bajada. No se mencionó, ...

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Una de estas tardes, alguien comentó que nos habíamos pasado la vida corriendo. No se refería a esa carrera de obstáculos de nuestra trepidante sociedad porque hablaba de tiempos bastante más reposados y de objetivos mucho menos prácticos: perdiendo el aliento detrás de ideas, proyectos o ídolos dotados con los talentos y virtudes que en nosotras echábamos de menos y que, antes o después, inevitablemente, se habían de desmoronar para dejar paso a otra ilusión. Fue un comentario divertido y descansado por recibir ahora a la vida paso a paso por sus escalones de subida y bajada. No se mencionó, por demasiado obvio, el factor decisivo de la edad, capaz de frenar cualquier carrera que no sea la del recuerdo.

Manejados con habilidad, con los recuerdos se puede disfrutar mejor y más confortablemente que corre que te corre, con tanta seriedad en la cabeza y tanta ansiedad en las venas. Otra ventaja es la cantidad de historias diferentes que se puede uno encontrar en la evocación de una sola anécdota, ya sean dramáticas, divertidas o ridículas, según el estado de ánimo, aunque, no sé si por aquello del cutis y la salud, suelen ser preferibles las de risas.

En el Libro del mal amor, con un lenguaje rico y estimulante, Fernando Iwasaki se decidió a provocar esa risa aun a costa de interpretar el frustrante papel -más o menos autobiográfico, eso da igual- de patito feo, que ya tiene mérito en un hombre. Resulta sorprendente que el autor confiese haberse sentido como una lombriz, que es de lo menos que se puede uno sentir, menos incluso que el caracol con el que he oído comparar a las mujeres; también que se proclame 'enamorado de guardia' por la cantidad y tenacidad de sus enamoramientos, así como 'curtido en calabazas' por no poder llegar a ser ídolo de nadie. Tampoco podía desmoronarse. Se ha reído con las mismas risas que sonaron aquella tarde a la que me he referido al principio. Y, aunque también tiene su trampa porque se reserva para él nada menos que la inteligencia mientras que aquellas jovencitas a las que denomina ángeles acaban resultando bastante pécoras, no se puede negar la singularidad de su sentido del humor y el hecho de que le gustaran tanto las mujeres.

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