Columna

Jardiel

Cien años hace que nació y medio siglo que murió, en Madrid, el escritor, poeta, comediógrafo y genio atrabiliario que se llamó Enrique Jardiel Poncela. Gente amiga lo ha conmemorado de manera marginal, sin correspondencia con lo que aquel hombre menudo ha significado en la historia literaria reciente. Veintitantas comedias, amplias novelas, artículos periodísticos, cuentos, guiones de cine propios, conferencias, charlas, jalonaron la existencia del menudo madrileño que realizó en 50 años una enorme tarea literaria. Vivió a trompicones y murió -se dejó morir- en la mayor pobreza. Su íntimo y e...

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Cien años hace que nació y medio siglo que murió, en Madrid, el escritor, poeta, comediógrafo y genio atrabiliario que se llamó Enrique Jardiel Poncela. Gente amiga lo ha conmemorado de manera marginal, sin correspondencia con lo que aquel hombre menudo ha significado en la historia literaria reciente. Veintitantas comedias, amplias novelas, artículos periodísticos, cuentos, guiones de cine propios, conferencias, charlas, jalonaron la existencia del menudo madrileño que realizó en 50 años una enorme tarea literaria. Vivió a trompicones y murió -se dejó morir- en la mayor pobreza. Su íntimo y entrañable biógrafo, Rafael Flórez, a quien llamaba Alfaqueque, redentor de cautivos, rescata su vida en una puntillosa relación que reeditó por cuenta propia en 1993. Una callecita en el barrio de Chamartín, que no existía entonces, y poca cosa más en la memoria municipal.

Se representan de vez en cuando comedias suyas que supusieron hitos teatrales, en lucha contra esos enemigos insidiosos que son el silencio y el olvido. Tuve relación amistosa con su hija Evangelina, que en 1971 publicó en un semanario de mi pertenencia una filial relación del escritor. Traigo aquí, como minúscula aportación, mi inicial conocimiento con Jardiel, en circunstancias que hoy serían impensables. Me remonto a comienzos del año 1940, en medio de nuestra lastimosa posguerra civil. Con veinte años, además de compartir las calamidades que afligían a la población civil, muchos leíamos con entusiasmo y queríamos vivir con toda la energía posible. Y andábamos enamorados sin remedio, con todo en contra. Ese todo se refería especialmente al buen criterio de la que luego sería mi suegra, que oponía la mayor y más razonable resistencia a las relaciones que tenía entabladas con su hija primogénita. La descabellada idea de la fuga nos parecía a ambos una de las pocas salidas a nuestra situación apasionada. Pero quisimos contar con el consejo y la guía de quien, en aquellos momentos, nos parecía la persona más adecuada y competente, un escritor en la vanguardia de las costumbres, ciertamente empequeñecidas y ahormadas.

Conocíamos las novelas de Enrique Jardiel Poncela, su espíritu amplio, cosmopolita, imaginativo, amparador de amores extravagantes e ideales. Era, sin duda, nuestro guru, y nada más fácil en aquellas épocas que abordar a un famoso literato, porque casi todos medio vivían en los cafés. Poco nos costó dar con él, pues trabajaba entonces en el Café Europeo, ya desaparecido, uno de los que había en la glorieta de Bilbao. Habíamos merodeado, mi novia y yo, un par de veces, atisbando la figura atareada de aquel señor que desplegaba sobre la mesa de mármol papel, plumas, tintero, unas tijeras y un frasco de goma arábiga, su personal recado de escribir.

'Quiero raptar a esta señorita y le agradecería que me dijese cómo se hace', vine a decirle, supongo que con otras y titubeantes palabras. Ignoro si quedó sorprendido, porque no lo manifestó, y nos dio los mejores y más templados consejos, encaminándonos hacia la transacción con los parientes, aunque aplaudiendo nuestro ferviente coraje amoroso. Era lo que queríamos, y tomamos su apoyo moral como refuerzo de una decisión ya asumida. Aquella muchacha fue luego mi esposa, de la que me encuentro felizmente separado desde hace casi cuarenta años.

Tuve ocasión de tratar, como periodista, a Jardiel en calidad de reportero del diario Madrid, informador del mundo del teatro cuando había en la cartelera tres o cuatro obras suyas, originales o reposiciones. En estos días, el infatigable empeño de Juan José Alonso Millán lleva tras las candilejas de la capital otra de las comedias, pero creo que los editores -que imprimen lo que sea- yerran al no publicar aquellas exuberantes creaciones, enormemente divertidas: Espérame en Siberia, vida mía, La tournée de Dios, Pero ¿hubo alguna vez 11.000 vírgenes?, Amor se escribe sin hache... Difícil olvidar los personajes, tan irreales que uno se quería parecer a ellos. A una de las heroínas la llamó Vivola Adamant. No se trataba de una baronesa búlgara; nombre y apellido correspondían a dos acreditadas marcas de retretes y bidés, que quizás aún sobrevivan. Jardiel, otro hijo de la madrastra España.

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