Tribuna:

La inmigración y los votos

No hay semana sin que la cuestión de la inmigración nos deje algún impacto. La imagen de los 900 kurdos dejados a su suerte en la costa francesa por una tripulación que abandonó el barco después de embarrancarlo deliberadamente, reúne casi todos los elementos de este fenómeno que ha venido a romper la calma de las acomodadas sociedades pospolíticas europeas: la desesperación de unos ciudadanos sometidos a tal opresión en sus tierras que huyen en busca de una ilusoria tierra prometida, la extorsión de que son víctimas por mafias dedicadas al tráfico humano y a la explotación de la miseria, la c...

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No hay semana sin que la cuestión de la inmigración nos deje algún impacto. La imagen de los 900 kurdos dejados a su suerte en la costa francesa por una tripulación que abandonó el barco después de embarrancarlo deliberadamente, reúne casi todos los elementos de este fenómeno que ha venido a romper la calma de las acomodadas sociedades pospolíticas europeas: la desesperación de unos ciudadanos sometidos a tal opresión en sus tierras que huyen en busca de una ilusoria tierra prometida, la extorsión de que son víctimas por mafias dedicadas al tráfico humano y a la explotación de la miseria, la complicidad pagada de funcionarios corruptos en países de la propia Europa o que están llamando con insistencia a la puerta de entrada y la propia incapacidad y el desconcierto de los países de la Unión Europea. ¿Qué hará Francia? ¿Se quitará de encima a estos parias como si fueran apestados? Desde diversas partes del mundo está llegando a Europa la realidad que ésta no querría ver. Hay aquí una especie de venganza de la parte maldita de la humanidad. La inmigración extracomunitaria está poniendo a Europa a prueba en muchos sentidos. También en la dignidad moral de esta vieja dama.

¿Qué pacto de Estado propone Zapatero? ¿Qué acuerdo, la Generalitat? ¿Cómo puede acabar bien un pacto que empieza tan mal: con una ley inconstitucional?

Los europeos somos muy dados a los gestos de solidaridad con el exterior. Tierra de organizaciones no gubernamentales (ONG), Europa ha practicado la asistencia en las más diversas zonas del planeta. Siempre me he preguntado por qué los voluntarios son más sensibles a lo que ocurre en África o en Latinoamérica que a lo que ocurre en las periferias urbanas de Barcelona o de París. Algo de rechazo de la realidad hay en ello. Pero este rechazo ya no va a ser posible. La inmigración junta los dos territorios de la miseria -el lejano y el próximo- y nos los coloca delante. Nos pone ante la evidencia de la desigualdad del mundo y nos la trae hasta la puerta de nuestras casas. Con lo cual, ya no podemos mirar a otra parte.

El impacto de la inmigración va a tener consecuencias reales y mentales en nuestras sociedades. Y a la vista de las vibraciones que nuestros líderes políticos han transmitido en los últimos tiempos, se impone una interpelación muy seria a los partidos y a los responsables de gobierno. Ante los últimos acontecimientos, cunde la impresión de que las distintas instituciones -de lo nacional a lo local- y los partidos juegan a pasarse el problema unos a otros, de que en el fondo la principal preocupación de cada uno es no salir salpicado por el conflicto. Y esto es extremadamente grave. El que actúe en la cuestión de la inmigración pensando simplemente en cómo no perder -o ganar- votos puede que consiga el poder, pero se habrá ganado el desprecio. Aunque ya sé que a algunos esto último, si no cuesta votos, les trae sin cuidado.

Desde las elecciones generales, corre la especie de que el PP ganó ya la mayoría absoluta con su lamentable comportamiento en el conflicto del Ejido. José Martí Gómez me recordaba una conferencia del presidente del Parlamento andaluz, Francisco Javier Torres Vela, en Barcelona, en la que afirmó sobre la posición del partido socialista en aquel conflicto: 'Fue incorrecta y lo pagamos en las elecciones'. Había distinguidos dirigentes catalanes en el auditorio. Este tipo de meditaciones está provocando desperfectos en demasiadas cabezas. La idea de que la dureza del PP sintoniza con la población en la cuestión inmigratoria está cundiendo demasiado. Sería una grave responsabilidad que la izquierda se creyera esta idea y la asumiera. Primero porque, aunque fuera cierta, la izquierda no debe pretender gobernar para hacer lo peor de la derecha, sino para cambiar las cosas. Y segundo porque supone un desprecio considerable del propio electorado, en el que la sensibilidad democrática no está todavía adormecida del todo.

Los problemas son la realidad y su percepción. Pero las percepciones pueden cambiarse. Si la percepción social de la inmigración tendiera -como pretende la política del Gobierno- a la xenofobia, lo que habría que hacer es intentar cambiar la percepción, no expulsar a los inmigrantes o buscar la manera de complacer a los xenófobos. Hay dos cosas que son irrenunciables: los derechos fundamentales de las personas y la lucha contra la explotación salvaje. Los partidos democráticos no pueden poner entre paréntesis ninguno de estos dos elementos. A partir de aquí, todo el realismo que se quiera. Pero antes de aquí, nada. Sólo desde esta perspectiva se tiene autoridad y legitimidad para exigir a los inmigrantes las obligaciones que les corresponden y la adaptación a nuestras sociedades. A quien se le niegan derechos elementales no se le puede exigir nada.

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José Luis Rodríguez Zapatero no quiere recurrir contra la Ley de Extranjería ante el Constitucional porque es una cuestión de Estado. El Gobierno de la Generalitat -pese a que el Consejo Consultivo ha dejado claro que la ley afecta a derechos fundamentales- tampoco, en aras de la negociación y el acuerdo político. ¿Qué pacto de Estado propone Zapatero? ¿Qué acuerdo, la Generalitat? ¿Cómo puede acabar bien un pacto que empieza tan mal: con una ley inconstitucional? ¿Cómo se puede esperar, desde este punto de partida, que todos avancen conjuntamente en el camino del respeto y la dignidad de todos? ¿Todos apiñados para que nadie pueda sacar rendimiento en un conflicto tan delicado? ¿No pillarse en la impopularidad? ¿De eso se trata? ¿Eso es lo que buscan unos y otros? A base de practicar el mimetismo de la derecha -un ejercicio muy extendido desde que el aznarismo empezó a estar en alza-, los partidos democráticos corren el riesgo de ser desbordados por sus propias bases. Porque hay muchos ciudadanos de este país que creen que los inmigrantes tienen el mismo derecho y la misma dignidad que los demás y que estos problemas no se resuelven a golpes de policía y prohibiciones, sino con sensibilidad y cordura. Si alguna obligación tienen los partidos democráticos es procurar que los que así piensan cada día sean más. Si el PP no quiere ir por este camino, si prefiere dedicar su atención a la sensibilidad xenófoba de una parte de la ciudadanía, si prefiere el enfrentamiento al diálogo con los inmigrantes, lo mínimo que se puede pedir a los demás partidos es que no le sigan. Aunque en un principio les pueda costar votos. Ya los ganarán más tarde.

Josep Ramoneda es periodista y filósofo.

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