Columna

Lo real

El otro día vi por primera vez Hospital Central, una serie española de televisión bastante mala. Por lo pronto, el ambiente que muestra tiene poco que ver con el mundo hospitalario de este país. O sea, a lo que se parece no es a La Paz, sino al telefilme Urgencias, al que imita de manera descarada. Como tampoco creo que la serie norteamericana refleje escrupulosamente la realidad (en sus episodios hay una insólita superabundancia de médicos por enfermo cuadrado), resulta que el programa español tan sólo es un burdo remedo de un sucedáneo.

Pero esto no es lo peor, porque, a...

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El otro día vi por primera vez Hospital Central, una serie española de televisión bastante mala. Por lo pronto, el ambiente que muestra tiene poco que ver con el mundo hospitalario de este país. O sea, a lo que se parece no es a La Paz, sino al telefilme Urgencias, al que imita de manera descarada. Como tampoco creo que la serie norteamericana refleje escrupulosamente la realidad (en sus episodios hay una insólita superabundancia de médicos por enfermo cuadrado), resulta que el programa español tan sólo es un burdo remedo de un sucedáneo.

Pero esto no es lo peor, porque, a fin de cuentas, casi todo lo que sale en televisión son copias de copias. Lo malo es que en el último capítulo había una escena en la que una doctora y una enfermera atendían a un niño supuestamente enfermo. El crío era un rollizo bebé como de un año. Lloraba y se debatía, furibundo, mientras la falsa pediatra le manoseaba y le miraba la boca y los oídos, o le acercaba a la cara instrumentos punzantes y de aspecto horroroso que evidentemente horrorizaban al chico. Mientras tanto, la falsa enfermera, cual luchadora de sumo, intentaba inmovilizar al niño y sujetar su cabeza contra la camilla, y el bebé pataleaba y se retorcía desesperado, con una angustia totalmente real y verdadera.

Esta situación duraba y duraba de manera infinita, intercalada con otras escenas igualmente idiotas. Se tarda bastante en rodar algo así, y no quiero ni pensar en las repeticiones, en el tiempo que debieron de mantener al crío sometido a ese soponcio y ese martirio, al susto, la lágrima gorda y el desconsuelo. Y todo para filmar una serie mediocre, para conseguir mejores cifras de audiencia, para eternizarnos en la tontuna. No sé cómo no están prohibidos estos abusos; ni entiendo cómo unos padres pueden comerciar con el miedo de su hijo. Claro que el niño era muy rubio, a lo mejor extranjero, por ejemplo polaco, quizá un producto de la emigración y la necesidad. Sé que en el mundo están sucediendo cosas mucho peores que este pequeño maltrato televisivo; pero me parece revelador que nadie diga nada, que a nadie le moleste; y que, en una sociedad en la que todo es mentira y sucedáneo, lo único verdadero termine siendo la angustia de un niño.

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