Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

La voluntad luciferina

Un día un puñadito de páginas, al día siguiente otro, a lo largo de estos últimos años he ido leyendo los doce volúmenes de las obras completas de José Ortega y Gasset, que esta mañana terminé, con una curiosa sensación de añoranza premonitoria. Sé que voy a echar de menos este breve ejercicio cotidiano que, por un corto espacio de tiempo, antes de ponerme a trabajar, me llevaba cada despertar a dar un paseo por el exuberante mundo del autor de España invertebrada.

Contrariamente a lo que se creyó en los años del auge del pensamiento marxista -que había que relegar al filósofo es...

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Un día un puñadito de páginas, al día siguiente otro, a lo largo de estos últimos años he ido leyendo los doce volúmenes de las obras completas de José Ortega y Gasset, que esta mañana terminé, con una curiosa sensación de añoranza premonitoria. Sé que voy a echar de menos este breve ejercicio cotidiano que, por un corto espacio de tiempo, antes de ponerme a trabajar, me llevaba cada despertar a dar un paseo por el exuberante mundo del autor de España invertebrada.

Contrariamente a lo que se creyó en los años del auge del pensamiento marxista -que había que relegar al filósofo español al desván, bien cubierto de naftalina-, buena parte de sus ideas, hallazgos y juicios están vivos y son valederos para la realidad contemporánea. Pero, sobre todo, leerlo es casi siempre un placer, un goce estético, por la elegancia y desenvoltura de su estilo, claro, plástico, inteligente, culto, salpicado de ironías y al alcance de cualquier lector. Por esta última característica de su prosa, algunos le niegan la condición de filósofo y dicen que se quedó sólo en literato o periodista. A mí me encantaría que así fuera, porque, de ser cierta la premisa en que aquel juicio excluyente se inspira, la filosofía sobraría, la literatura y el periodismo reemplazarían con creces su función.

Es cierto que a veces su pluma se engolaba, como cuando escribía 'rigoroso' en vez de riguroso, y que, en los dos mandatos que él fijó al intelectual -oponerse y seducir-, su coquetería y vanidad lo llevaron algunas veces a descuidar la primera obligación por la segunda. Pero, esas debilidades ocasionales están más que compensadas por el vigor y la gracia que su talento era capaz de inyectar a las ideas, las que, en sus ensayos, a menudo, parecen los personajes vivos e impredecibles de una balzaciana Comedia humana. Contribuyó a humanizar su pensamiento, esa vocación realista que -como en la gran tradición pictórica española- era inseparable de su vocación intelectual. Ni la filosofía en particular, ni la cultura en general, debían de ser un mero ejercicio de acrobacia retórica, una gimnasia de espíritus selectos. Su misión era inmiscuirse en la vida de todos los días y nutrirse de ella. Mucho antes de que los existencialistas franceses desarrollaran sus tesis sobre el 'compromiso' del intelectual con su tiempo y su sociedad, Ortega había hecho suya esta convicción, que orienta todo lo que escribió.

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Una de sus célebres frases fue que 'la claridad es la cortesía del filósofo', máxima a la que siempre se ciñó con lealtad perruna a la hora de escribir. Yo no creo que ese esfuerzo por ser accesible, inspirado en el anhelo de Goethe de ir siempre 'desde lo oscuro hacia lo claro', que él llamó la voluntad luciferina, empobrezca su pensamiento y lo reduzca al mero papel de un divulgador. Por el contrario, uno de sus grandes méritos es haber sido capaz de llevar a un público no especializado, a lectores profanos, los grandes temas de la filosofía, la historia y la cultura en general, de un modo que pudieran entenderlo y sentirse concernidos por ellos, sin trivializar ni traicionar por esto los asuntos que trataba.

A ello lo indujo el periodismo, desde luego, y las conferencias, en que se dirigía a vastos públicos heterogéneos, a los que se empeñaba en 1legar, convencido de que el pensamiento confinado en el au1a o el cónclave profesional, lejos del ágora, se marchitaba y eclipsaba. Creía con firmeza que la filosofía ayuda a los seres humanos a vivir, a resolver sus problemas, a encarar con lucidez el mundo que los rodea, y que, por lo tanto, no debía ser patrimonio exclusivo de los filósofos.

Ese prurito obsesionante por hacerse entender de todos sus lectores es una de las lecciones más valiosas que nos ha legado, y de luminosa importancia en estos tiempos, en que, cada vez más, en las distintas ramas de la cultura, se imponen, sobre el lenguaje común, las jergas o dialectos especializados y herméticos a cuya sombra, muchas veces, se esconde, no la complejidad y la hondura científica, sino la prestidigitación verbosa y la trampa. Coincidamos y diverjamos de sus tesis y afirmaciones, con Ortega una cosa siempre es evidente: él no hace trampas, la transparencia de su discurso se lo impide.

La voluntad luciferina no le impidió ser audaz y proponer, antes que nadie, una interpretación de las tendencias dominantes de su época en la vida social y en el arte que parecían fantaseosas y que, luego, la historia ha refrendado. En La rebelión de las masas advirtió, con certera visión, que en el siglo veinte, a diferencia de lo que había ocurrido antes, el factor determinante de la evolución social y política no serían ya las elites, sino aquellos sectores populares anónimos, trabajadores, campesinos, parados, soldados, estudiantes, etcétera, cuya irrupción -pacífica o violenta- en la historia, revolucionaría la sociedad futura y trazaría una nítida frontera con la de antaño. Y en La deshumanizaión del arte (publicada por primera vez en 1925) describió, con lujo de detalles y notable justeza, el progresivo divorcio que, impulsado por la formidable renovación de las formas que introdujeron las vanguardias en la música, la pintura y la literatura, iría ocurriendo entre la obra de arte moderna y el público general (o mujeres y hombres del común), un fenómeno sin precedentes en la historia de la civilización. Éstos son dos ejemplos importantes, pero no únicos, de la lucidez con que Ortega escudriñó su circunstancia y advirtió en ella, como un adelantado, la tendencia y la línea de fuerza dominantes. Lo cierto es que su obra está salpicada de sorprendentes anticipaciones e intuiciones felices.

¿Qué fue, políticamente hablando? Libre pensador, ateo (o, por lo menos, agnóstico), civilista, adversario del nacionalismo y de todos los dogmatismos ideológicos, demócrata, su palabra favorita fue siempre radical. El análisis, la reflexión, debían de ir siempre hasta la raíz de los problemas, no quedarse jamás en la periferia o superficie. Sin embargo, en política, él se quedó precisamente allí. Fue, por su talante abierto y su tolerancia para las ideas y posturas ajenas, un liberal. Pero un liberal limitado por su sorprendente desconocimiento de la economía, un vacío que caracterizó a casi toda su generación, y que lo llevó a él, cuando proponía soluciones para los problemas, como el centralismo, el caciquismo o la pobreza, a postular un intervencionismo estatal y un dirigismo voluntarista totalmente írritos a esa libertad individual y ciudadana que con tanta convicción defendía.

El fracaso de la República y el baño de sangre de la guerra civil española traumatizaron, en lo que concierne a sus ideales políticos, a Ortega y Gasset. Había apoyado y puesto muchas ilusiones en el advenimiento de la República, pero los desórdenes y violencias que la acompañaron, lo sobrecogieron ('No es esto, no es esto'). Luego, la rebelión franquista y la polarización extremis

© Mario Vargas Llosa, 2001. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2001.

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