Columna

Jueces

La obligación de cualquier prisionero es preparar su fuga. La obligación de cualquier delincuente es convencerse y convencer de su inocencia. La vida corre por el mundo como una inevitable y desquiciada travesía de puntos de vista, cada hecho es un caso, un monólogo interior, una novela personal que explica las razones y los matices del crimen. En las películas de cárcel, alambrada, comedor con gusanos y vigilante canalla, uno se pone instintivamente de parte del preso y la narración se convierte en un protocolo de crueldades, ventanas y sótanos que conducen a la fuga. Los presos miserables de...

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La obligación de cualquier prisionero es preparar su fuga. La obligación de cualquier delincuente es convencerse y convencer de su inocencia. La vida corre por el mundo como una inevitable y desquiciada travesía de puntos de vista, cada hecho es un caso, un monólogo interior, una novela personal que explica las razones y los matices del crimen. En las películas de cárcel, alambrada, comedor con gusanos y vigilante canalla, uno se pone instintivamente de parte del preso y la narración se convierte en un protocolo de crueldades, ventanas y sótanos que conducen a la fuga. Los presos miserables deben arañar durante meses las paredes de la celda para construir un túnel debajo de la cama o romper las sábanas para improvisar una cuerda, un sueño blanco y frágil sobre las tapias, que desemboque en una libertad llena de nudos. Las presiones del poder son las sábanas de los ricos, porque también ellos tienen como misión huir de la justicia. Anudan las amistades políticas, los chantajes, las repercusiones mediáticas, para descolgarse por las paredes del delito y hasta para imponer su punto de vista. Unos condenados utilizan en la escapada el tenedor y la manta; otros consiguen el apoyo de un periodista tenedor y de un ministro manta.

Como todo depende de las perspectivas, los casos pueden contarse también desde la mirada del policía fumador, escéptico y con problemas sentimentales, que decide buscar al asesino y abrir la puerta del horno crematorio, aunque para ello tenga que enfrentarse al comisario jefe, al alcalde y al banquero que subvenciona las campañas electorales. La épica del policía honrado se llena de humo de tabaco y de coraje moral, aunque sólo sea porque su mujer está cansada de cenar sola y porque en la ciudad cae una lluvia tristísima y cobarde. Entonces uno se pone en contra de los delincuentes de ropa limpia, y espera a que estén condenados y en la cárcel para sentir piedad por sus desgracias.

Una vez asumido que este mundo es y será una reunión azarosa de puntos de vista, parece conveniente que la justicia no tenga ninguno, que no se empeñe en defender ninguna verdad natural, que sea fría como las cláusulas de un contrato. El juez debe aplicar leyes, que son pactos ciudadanos, evitando en lo posible cargar sus veredictos de sentimientos, historias y opiniones propias. El juez como héroe da mucho menos de sí en el mundo real de las ficciones que el delincuente en fuga o el policía terco y honrado. Por eso extraña tanto el protagonismo de los jueces estrella en esta novela contemporánea de la justicia española, en la que los asuntos importantes se resuelven con una asombrosa disparidad de criterios, con ruidos y con división ideológica de opiniones. Pero ya que hablamos de justicia, me parece justo recordar, en medio de los debates y las descalificaciones, que se trata de una novela que acaba bien en los momentos difíciles. Cuando la presión de algunos poderosos se empeñó en cubrir con cal y con sentencias los cadáveres del terrorismo de Estado, la justicia terminó exigiéndole responsabilidades a un ministro del Interior. Y ahora que medio mundo quiere justificar a un juez prevaricador, parece que la justicia conseguirá apartarlo de los tribunales.

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