Tribuna:

Cuento de Navidad

A. R. ALMODÓVAREl pasado 17 de septiembre, José Luís Barbería mandaba a este periódico, desde París, una divertida crónica que más pareciera fábula extraviada de La Fontaine. Daba cuenta en ella de las engorrosas circunstancias en que se vio envuelto un palacete francés, adscrito al Ministerio de Asuntos Exteriores, por causa de un estanque atorado, unos peces excesivos y un zorro y una garza fuera de contexto. En un primer instante, y por las ilustraciones de tales personajes que acompañaban al relato, tuve la incómoda sensación de que alguien había entrado a saco en un cuento que yo publiqué...

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A. R. ALMODÓVAREl pasado 17 de septiembre, José Luís Barbería mandaba a este periódico, desde París, una divertida crónica que más pareciera fábula extraviada de La Fontaine. Daba cuenta en ella de las engorrosas circunstancias en que se vio envuelto un palacete francés, adscrito al Ministerio de Asuntos Exteriores, por causa de un estanque atorado, unos peces excesivos y un zorro y una garza fuera de contexto. En un primer instante, y por las ilustraciones de tales personajes que acompañaban al relato, tuve la incómoda sensación de que alguien había entrado a saco en un cuento que yo publiqué hace años, en el que situaba a esos mismos animales en el entorno del palacio de Doñana; un lugar, como se sabe, convertido también en residencia para usos diplomáticos. Las analogías no podían ser más sorprendentes. Leída la crónica, sin embargo, pronto se disiparon mis temores de plagio. De plagio intencionado, al menos. No del otro, el que ya observaba Oscar Wilde cuando decía que "la literatura anticipa siempre la vida". Y la vida la repite, pero mal, como verán ustedes.

Lo sucedido en París fue que, habiéndose secado el estanque del palacete, a causa de unas averías en el sistema artificial de alimentación, fue resuelto el problema con todos los recursos del Estado francés. Mas resultó tal la abundancia de agua, que empezaron a proliferar unas algas perniciosas, en solución de lo cual se echaron unos peces devoradores de algas, que a su vez se multiplicaron de manera incontrolada. Trajeron entonces una garza para que se comiera a los desatinados peces. Pero la garza emitía tales chasquidos que los ilustres moradores no podían dormir. ¿Solución? Un zorro que se comiera a la garza. El zorro, sin embargo, prefirió merendarse a los más asequibles patos del estanque. Aquello, en fin, no tenía arreglo.

El cuento, por su parte, narra la vieja historia del zorro que engaña a la garza, esta vez en las proximidades de un lago natural, de los varios que hay en Doñana, el cual acaba de llenarse con las lluvias navideñas. El astuto raposo incita a la elegante ave a que extraiga, con su largo pico, un pez que dice se le ha quedado atravesado en la garganta. Mas no dice verdad, pues lo que allí hay es un hueso de conejo que amenaza con asfixiarle. La garza cae en el engaño y saca el hueso. El zorro entonces, por toda recompensa, le dice a su benefactora que bastante tiene con no haberla devorado cuando la tenía entre sus fauces. La garza finge conformidad, pero chasquea al vulpejo en otras andanzas. Entre ellas figura una visita furtiva a la cocina del palacio de Doñana, a merendarse unas migas que han sobrado en la mesa de los ilustres moradores, y mientras éstos duermen apaciblemente. Como ven, todo encaja en la cadena ecológica del cuento, mientras que todo es un puro disparate en la de los políticos. Y eso que el primero no aclara quiénes eran los ilustres moradores de turno. Pero pongamos que fueran Aznar y Blair, reposando tras un amable contraste de pareceres acerca de un engorroso submarino que al zorro británico se le hubiera atravesado en el gaznate. Y pongan ustedes lo que falta de la moraleja, que la columna se acaba y el siglo también. Feliz milenio.

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