Tribuna:

Gótico madrileño

En el panteón de las devociones madrileñas, nuestro padre Jesús de Medinaceli, con su hábito nazareno, ocupa un altar privilegiado, al que concurren cada primer viernes de mes miles de devotos postulantes para pedir que se cumplan sus deseos. Como al genio de la lámpara, al de Medinaceli hay que pedirle tres gracias, pero, a diferencia de su colega oriental, el de Madrid sólo concede una, por lo que conviene pensárselo muy bien antes de caer rendidos a sus plantas.La efigie que se venera hasta la idolatría en la capilla del convento tiene su historia, como corresponde a cualquier imagen que se...

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En el panteón de las devociones madrileñas, nuestro padre Jesús de Medinaceli, con su hábito nazareno, ocupa un altar privilegiado, al que concurren cada primer viernes de mes miles de devotos postulantes para pedir que se cumplan sus deseos. Como al genio de la lámpara, al de Medinaceli hay que pedirle tres gracias, pero, a diferencia de su colega oriental, el de Madrid sólo concede una, por lo que conviene pensárselo muy bien antes de caer rendidos a sus plantas.La efigie que se venera hasta la idolatría en la capilla del convento tiene su historia, como corresponde a cualquier imagen que se precie de milagrosa. La talla, cuenta Pedro de Répide, fue hecha cautiva en 1681 por Muley Islam, rey de Fez, en el fuerte de la Mamora, y permaneció en él como valioso rehén durante un año, hasta que los trinitarios pagaron el rescate correspondiente. Agradecida por el celo y la prontitud de sus rescatadores, la imagen comenzó inmediatamente a hacer milagros a beneficio de sus nuevos anfitriones, los duques de Medinaceli, que encargaron para ella un suntuoso retablo de mármoles traídos de sus posesiones andaluzas.

Entre los primeros favores concedidos por la taumatúrgica efigie estuvo el de conceder descendencia a la duquesa, que, en cumplimiento de su voto, mandó construir el convento de franciscanos anejo a la capìlla del Cristo. No se sabe cuáles fueron las otras dos gracias que incluyó en su petición la piadosa dama, aunque quizás, para asegurarse, solicitó trillizos.

El ejército de fieles que una vez al mes monta guardia alrededor del convento en rigurosa fila india debe andar un tanto revuelto con el siniestro caso del fraile apuñalador y suicida, tremebundo suceso que en otro tiempo hubiera dado más juego en los cantares de ciego que en los himnos espirituales, caso de libro, de novela gótica, de folletín romántico.

La novela gótica es una creación británica, decimonónica y romántica y, por seguir con las esdrújulas, lúgubre y fantástica, un género menor cuyo objetivo primordial fue proporcionar una dosis poderosa de emociones fuertes a un sexo que se daba por débil y al que se mantenía apartado de la brutalidad de la vida cotidiana. Para conmover al público femenino sin ofender su pudor, los novelistas góticos usaron y abusaron de las intrigas truculentas que sucedían en cementerios, criptas, ruinas, castillos y conventos, protagonizadas por demonios encarnados y fantasmas sin hueso, pero con sangre.

España, rica en conventos, criptas, cementerios, ruinas y castillos, fue el escenario geográfico favorito de muchas autoras y autores de este subgénero gótico y flamígero. Una de las cimas de este escabroso arte, Ambrosio o El Monje, transcurre parcialmente en un fantástico monasterio español y madrileño que el escritor Mathew Lewis trata de hacer pasar por el de San Ginés. Encarnación para muchos británicos del fanatismo religioso y de la crueldad fanática, España, un país en el que la Inquisición todavía seguía haciendo de las suyas en pleno siglo XIX, sirvió de marco inmarcesible para toda clase de historias macabras, un filón en el que, por supuesto, también cavaron los poetas románticos españoles, que lo tenían más cerca.

El crimen de los monjes de Medinaceli reúne todos los ingredientes para construir un novelón gótico o un poema dramático del duque de Rivas. La narración podría comenzar con el descubrimiento a cargo de una vagabunda alcohólica del cadáver del fraile agresor, muerto por sus propias manos en la montaña de los Gatos del parque del Retiro, escenario lúgubre por antonomasia, y pasar luego a los claustros, celdas y criptas donde se desarrolla la fraternal vida monástica de los franciscanos, hecha pedazos a cuchilladas unos días antes de Navidad.

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Sólo habría que limar algunos detalles para preservar intacta la atmósfera del relato decimonónico, detalles como los barbitúricos que eligió el fraile agresor para quitarse la vida y que aparecen en alguna crónica mezclados con las pastillas para adelgazar que tomaba la víctima, que se salvó en primera instancia de la muerte por su capa adiposa y no por guardar bajo sus hábitos una Biblia o un breviario. El clima gótico se rompe definitivamente con la irrupción en el escenario del crimen de una televisión encendida y con la prosaica y trivializadora hipótesis de que el desencadenante de la sangrienta escena fuera una discusión por hacerse cargo del mando a distancia.

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