Tribuna:

Loli

Lo de Loli fue una de esas llamadas que ciertas personas sienten en la adolescencia y que señalan el nacimiento de una vocación temprana; la consagración, por algún extraño designio, de una vida a una profesión. Loli siempre quiso ser enfermera, pero un salto mal calculado la postró en una silla de ruedas. Este revés de la fortuna, que en otro lugar más civilizado sólo hubiera inutilizado sus dos piernas, echó a perder aquí su vida entera. Alguien se sintió en la obligación de abrirle los ojos y le dijo que era imposible ser enfermera siendo como era paralítica. Loli, que tenía entonces diecio...

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Lo de Loli fue una de esas llamadas que ciertas personas sienten en la adolescencia y que señalan el nacimiento de una vocación temprana; la consagración, por algún extraño designio, de una vida a una profesión. Loli siempre quiso ser enfermera, pero un salto mal calculado la postró en una silla de ruedas. Este revés de la fortuna, que en otro lugar más civilizado sólo hubiera inutilizado sus dos piernas, echó a perder aquí su vida entera. Alguien se sintió en la obligación de abrirle los ojos y le dijo que era imposible ser enfermera siendo como era paralítica. Loli, que tenía entonces dieciocho años y una mezcla de ingenuidad infantil y fatalismo almeriense, lo creyó. Fueron aquellas palabras, y no su mala caída, las que cercenaron su futuro profesional.Según la Confederación Andaluza de Minusválidos Físicos y Orgánicos, el 29% de las minusválidas andaluzas son analfabetas, y el 80% de ellas está en el paro. El dato estadístico nos recuerda con precisión dónde vivimos: en una región, no muy distinta de otras, donde la principal dificultad para encontrar trabajo no es el nivel de preparación profesional, sino un viejo prejuicio, una superstición medieval contra los cuerpos deformes o averiados.

En una universidad de Estados Unidos tuve en cierta ocasión una alumna sin brazos que conducía su sofisticada silla de ruedas con la lengua. Al llegar a clase, se encaramaba con naturalidad sobre la mesa de su pupitre, tomaba el lápiz con los dedos de los pies, y anotaba mis palabras con precisión y diligencia. Para mí, que venía de un país salvaje en el que aparcar en la plaza reservada a los minusválidos se considera una audacia del conductor, una simpática pillería, aquella mujer tomando apuntes con el pie me pareció un episodio digno de García Márquez. Pero para estampas alucinantes la de Loli desplazándose por una calle sin aceras y un coche de frente haciendo sonar su claxon enloquecido. Al llegar a su altura, el conductor se detiene bruscamente, baja la ventanilla y la abronca por ir en dirección contraria. Esto sí que es realismo mágico.

Con todo, algunas cosas van cambiando, como han reconocido los propios minusválidos reunidos la semana pasada en un congreso en Almería. La universidad de aquí, por ejemplo, carece de barreras arquitectónicas; y su Escuela de Enfermería, cuyos estudios Loli quiere iniciar ahora, reserva un cupo de plazas para las personas como ella. Después sólo falta que las contraten. Y como a estas alturas no vamos a esperar de los empresarios gestos cívicos de solidaridad, bien estaría una norma de la Junta que exigiera a igualdad de condiciones la contratación del minusválido.

Veo a Loli esperar el autobús que trae a su hijo de la guardería. La veo acercarse a la puerta y recibirlo en sus rodillas. Me conmueve ver a ese niño sonriente y feliz desplazándose sobre los muslos inmóviles de su madre. Sé que lo ha educado sola, y que eso es algo que muchos bípedos no son capaces de hacer ni con ayuda de terceros. La imagino bañándolo, acudiendo a su llamada por la noche, cambiándole las sábanas mojadas, y pienso que ojalá termine sus estudios de enfermería, que ojalá me ponga yo malo, y que ojalá ella me cuide.

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