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El campeón melancólico

Los lectores de la revista inglesa World Soccer han proclamado a Figo Mejor jugador del año 2000. Después de una reñida votación, el fado de Luis, esa composición muscular que agrupa ritmo y geometría, se ha impuesto a las más brillantes piezas del arsenal: al pie flexible de Zidane, a la pierna automática de Sevchenko o al juego telescópico de Beeckham.Sin duda, la decisión de los supporters será compartida por gran parte de la nómina internacional de técnicos y futbolistas. Sin perjuicio de la preferencia de los espectadores, Luis fue siempre ...

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Los lectores de la revista inglesa World Soccer han proclamado a Figo Mejor jugador del año 2000. Después de una reñida votación, el fado de Luis, esa composición muscular que agrupa ritmo y geometría, se ha impuesto a las más brillantes piezas del arsenal: al pie flexible de Zidane, a la pierna automática de Sevchenko o al juego telescópico de Beeckham.Sin duda, la decisión de los supporters será compartida por gran parte de la nómina internacional de técnicos y futbolistas. Sin perjuicio de la preferencia de los espectadores, Luis fue siempre profesional de profesionales. Este rasgo no es un aspecto marginal de su figura, sino la cualidad que le acredita definitivamente ante sus competidores. Por eso merece reflexión aparte.

En Luis, el espectador medio valora sobre todo esa habilidad suya tan visible; controla, amaga, arranca, frena, sale, recorta, vuelve, mira, se perfila y prepara la firma. Si decide pasar, hace siempre dos cálculos: ajusta el toque de modo que el compañero elegido pueda recibir la pelota en la mejor disposición y, por supuesto, que el contrario sea incapaz de adivinar sus verdaderas intenciones. Si decide disparar, se convierte en un deportista rural: golpea con una mezcla de aspereza, potencia y malicia. En este caso, su imagen, algo tosca para un deportista de primera línea, se identifica exactamente con su aire de campesino sin afeitar. Tira como si talara.

Los profesionales, sin embargo, no acostumbran a conformarse con ese despliegue. Para ellos, urgidos por la necesidad de ganar, los jugadores vistosos están bajo sospecha. Quien se luce corre el riesgo de olvidar las exigencias del equipo y las claves del juego. Los más puritanos suelen pensar que cada minuto tiene su propia exigencia: a veces pide atrevimiento; entonces el futbolista grande tiene que estar dispuesto a romper la pizarra, a ensayar cualquier locura y, si se tercia, a tentar las leyes del equilibrio y el esfuerzo.

Pero en otras ocasiones se exige el sacrificio adicional de una escapada sin balón, ya sea para arrastrar a un defensa, ya sea para ganar la posición y recibir la pelota en una línea franca. Y hay, por fin, situaciones extremas en las no se trata de escapar, sino de perseguir. Para esos casos, el jugador integral ha de ponerse las pinturas de guerra.

Es entonces cuando Figo se carga de pólvora y de razón. Quienes no acertaban a quererle por su habilidad natural terminan admirándole por ese pundonor seco que reconcilia el arte con el oficio.

Hace filigranas, pero no hace prisioneros.

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