Editorial:

Un líder y un sistema heridos

Supongamos acabado el embrollo electoral producido en Estados Unidos tras el 7 de noviembre: las dilaciones, las controversias, las impugnaciones, los sucesivos recuentos en algunos condados de Florida, las feroces batallas legales que han llegado hasta el Tribunal Supremo... Supongamos que George W. Bush (o Albert Gore) ha sido designado ya presidente por el Colegio Electoral. Supuesto todo ello, la pesadilla de la última elección presidencial estadounidense, inconclusa cuatro semanas después de su celebración, hará que casi nada sea igual después del 20 de enero, cuando el candidato demócrat...

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Supongamos acabado el embrollo electoral producido en Estados Unidos tras el 7 de noviembre: las dilaciones, las controversias, las impugnaciones, los sucesivos recuentos en algunos condados de Florida, las feroces batallas legales que han llegado hasta el Tribunal Supremo... Supongamos que George W. Bush (o Albert Gore) ha sido designado ya presidente por el Colegio Electoral. Supuesto todo ello, la pesadilla de la última elección presidencial estadounidense, inconclusa cuatro semanas después de su celebración, hará que casi nada sea igual después del 20 de enero, cuando el candidato demócrata o el republicano sucedan a Clinton en la Casa Blanca.Será así porque estos comicios del año 2000, al margen de sus iniciales aspectos casi cómicos, han mostrado crudamente por vez primera los flancos débiles del autocomplaciente, por supuestamente modélico, sistema electoral estadounidense. Que el reparto de votos de Florida, con la ventaja de Bush en el filo de la navaja, haya acabado en la inapelable instancia del Supremo es sólo parte de la historia. Más importantes son los fallos estructurales de un procedimiento cuyos confusos medios materiales -esa colección de pintorescas papeletas y las maquinitas perforadoras de principios de siglo- están estrepitosamente por debajo de la capacidad tecnológica y económica que acredita en otros terrenos la primera potencia del mundo. Y más relevante aún: lo agrietado de un sistema que deja en manos de una plétora de autoridades locales de carácter partidista, en lugar de un tribunal electoral central de poderes incontestables, la supervisión de los comicios al puesto político con mayores implicaciones y más sobresaliente del planeta. A todo ello, causa fundamental de que estas caóticas elecciones tengan un acusado déficit de legitimidad, deberán dedicar atención prioritaria y urgente el próximo presidente y el Congreso de EE UU.

El futuro inquilino de la Casa Blanca ya ha perdido unas semanas importantes en la puesta a punto de su equipo, en la concreción de su agenda política y en la motivación de los ciudadanos por los objetivos de su Administración. Semanas evaporadas que los hipersensibles mercados financieros han acusado de manera globalmente peligrosa. El nuevo líder occidental no sólo es, en cualquier caso, un vencedor que no convence. Se enfrenta a un país simétricamente dividido y a un Congreso tan absolutamente equilibrado, pese a la ligera ventaja republicana en la Cámara de Representantes, que será imposible imponer un programa sin un talante profundamente conciliador. Lo que por elemental precaución debería llevar, como sucediera en la presidencia de John F. Kennedy, al nombramiento de altos cargos del partido derrotado.

Los estadounidenses han mostrado con el empate perfecto su falta de preferencias concretas. La debilidad del candidato finalmente entronizado será grave en política interior, donde presumiblemente, y entre otros muchos temas, a Bush o Gore les tocará dirigir el aterrizaje de una economía que comienza a dar los primeros signos de enrarecimiento. Y si esta relativa interinidad es importante de puertas adentro, lo es más hacia el exterior. La presencia en la Casa Blanca de un presidente tan accidentadamente legitimado es algo serio en un mundo habituado a esperar de Washington un liderazgo decisivo y sin fisuras. Los hechos muestran una y otra vez -véase la fracasada cumbre climática de La Haya- que un escenario internacional con un solo superpoder hace depender en demasiadas ocasiones de la implicación rotunda de EE UU en un determinado acontecimiento tanto la estabilidad global como la resolución de conflictos.

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