Tribuna:

A 9 milímetros

A nueve milímetros de esta columna, en estas mismas páginas, escribía regularmente Ernest Lluch. Así de próximo estaba entre nosotros, con las palabras, y esa es aproximadamente la distancia que nos separa del terror, en este caso de las balas. Más cerca imposible, porque ese mínimo espacio nos dice claramente que todos somos víctimas, reales y potenciales, de los que usan los nueve milímetros como arma.Es la misma longitud que separa al nacionalismo creador del nacionalismo dominante, una frontera muy pequeña, minúscula, pero que diferencia radicalmente dos territorios antagónicos, ambos con ...

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A nueve milímetros de esta columna, en estas mismas páginas, escribía regularmente Ernest Lluch. Así de próximo estaba entre nosotros, con las palabras, y esa es aproximadamente la distancia que nos separa del terror, en este caso de las balas. Más cerca imposible, porque ese mínimo espacio nos dice claramente que todos somos víctimas, reales y potenciales, de los que usan los nueve milímetros como arma.Es la misma longitud que separa al nacionalismo creador del nacionalismo dominante, una frontera muy pequeña, minúscula, pero que diferencia radicalmente dos territorios antagónicos, ambos con el mismo idioma pero con significados muy distintos. Son nueve milímetros entre palabras frente a nueve milímetros de plomo.

Ernest Lluch es una víctima más, otra añadida a una larga lista. Destruir la vida de alguien para enviar un mensaje a terceros es el mayor y más repugnante sacrificio que se puede hacer de una persona, es la violencia en sí misma, en estado puro. Y, además, para enviar ese mensaje de terror, se cercena la comunicación y el diálogo entre otras muchas personas. Ninguno de nosotros podrá saber ya lo que pensaba Lluch, semana tras semana, sobre multitud de problemas futuros. Nos han impedido discutir sus ideas, oponernos a sus argumentos o aceptar sus opiniones y, al hacerlo, están mutilando también nuestro propio pensamiento.

Y no sólo es dolor lo que sentimos, al menos en mi caso. Cuando se acaba una vida que está cumplida, una vez terminado su ciclo, experimentamos dolor por una pérdida que sabemos inevitable. Cuando la vida se interrumpe por el azar, por la mala suerte, sufrimos desesperación al vernos impotentes ante la fatalidad. Pero cuando se destruye una vida de forma intencional y después de una cuidadosa planificación, nos invade un inmenso desprecio hacia los verdugos, que a veces se generaliza hacia la sociedad en su conjunto y contra nosotros mismos. Sólo mirando de nuevo hacia algunas pocas cosas que hemos conseguido entre todos, podemos volver a valorar y alejarnos de la vergüenza. De momento, desprecio, mucho desprecio.

Nueve milímetros de metal no es un argumento válido que se pueda utilizar contra alguien y, menos, esgrimidos por la espalda y contra la cabeza. No es fruto del entrenamiento, es el odio hacia todo lo que representa entendimiento y comunicación. Pero ese argumento fúnebre, destruir el objeto para anular la función, es siempre una falacia y nunca se cumple en sociedad. Al contrario, suele desencadenar más energía en compensación a la que se acaba de destruir.

Todavía existe mucha patología en nuestra memoria histórica, demasiada voluntad sin orientación concreta. Más que recordar, sufrimos de reminiscencias. Algunos siguen creyendo que se pueden realizar grandes transformaciones históricas con argumentos de nueve milímetros, pero eso ya no es posible en la actualidad. Eso pertenece a tiempos pasados. Ahora sólo se puede reformar, no mucho, y casi siempre con palabras, dialogando, negociando opiniones, como hacía Lluch en estas páginas, ganando terreno milímetro a milímetro. Lo demás ya no es historia, es superstición.

jseoane@attica.es

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