Tribuna:MARCHA MUNDIAL DE LAS MUJERES

2000 Reflexiones desde la historia

A pesar de la desmovilización social general en la que vivimos, o quizá por eso mismo, me gustaría intentar responder a una cuestión planteada personal y colectivamente en los últimos días, en las jornadas del Colegio Mayor Rector Peset organizadas por la Coordinadora de la Marcha Mundial de las Mujeres y por la Casa de la Dona, y en las que ha participado el Institut Universitari d'Estudis de la Dona de la Universidad de Valencia: ¿Por qué encontrarse y caminar juntas y juntos el día 17 de octubre?Este año 2000, año-símbolo para un mundo occidental inmerso cada vez más dentro de un modelo de ...

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A pesar de la desmovilización social general en la que vivimos, o quizá por eso mismo, me gustaría intentar responder a una cuestión planteada personal y colectivamente en los últimos días, en las jornadas del Colegio Mayor Rector Peset organizadas por la Coordinadora de la Marcha Mundial de las Mujeres y por la Casa de la Dona, y en las que ha participado el Institut Universitari d'Estudis de la Dona de la Universidad de Valencia: ¿Por qué encontrarse y caminar juntas y juntos el día 17 de octubre?Este año 2000, año-símbolo para un mundo occidental inmerso cada vez más dentro de un modelo de pensamiento y de referentes culturales que se han denominado pensamiento único, mujeres de todas las regiones del mundo, de diversas culturas, clases y grupos sociales, de diversas asociaciones civiles, no gubernamentales, universitarias, sindicales, políticas, etc, hemos decidido asumir un reto personal y colectivo: el de actuar, el de organizarnos y movilizarnos en todo el mundo, el de salir a la calle e ir allí donde están los poderes políticos, las instituciones, los Estados y las organizaciones supra-estatales (la ONU); es decir, ir allá donde están todos aquellos que dicen representar nuestros intereses, para hacerles llegar un mensaje. Es un mensaje que podríamos resumir en una palabra: Basta. Basta de violencia de género y de violencia doméstica, de pobreza y de feminización de la pobreza. Pero también es un mensaje que podríamos desdoblar y multiplicar en las miles y miles de reivindicaciones planteadas por mujeres de todo el mundo en cartas que llegarán al secretario general de la ONU en Nueva York este mes, y que también aquí en Valencia haremos llegar al presidente de la Generalitat.

Algunos podrían preguntarse qué más quieren ahora las mujeres cuando, en las sociedades occidentales al menos, parece que ya son iguales: la igualdad formal está conseguida política y jurídicamente. Pero de hecho, es seguro que más de uno se lo pregunta, porque por ejemplo, podemos ver en uno de los principales medios de comunicación y de transmisión de ideología, en la televisión, cómo las conquistas femeninas respecto a la igualdad son utilizadas en determinados anuncios mostrando a los hombres como víctimas del empuje femenino, el cual sufren con resignación o se enfrentan a él para preservar alguna parcela como exclusivamente masculina. Veamos: "Las mujeres fuman nuestros Cohiba. Pilotan nuestras Harley. Beben nuestros Lagavulin. ¡Qué nos dejen por lo menos nuestros IWC!... Este IWC de titanio es duro. Especialmente con las mujeres. Sólo existe para los hombres" (Anuncio de relojes IWC). Es decir, la igualdad es mostrada como un perjuicio para los hombres y no como una perspectiva en la cual los hombres deberían estar interesados como personas y ciudadanos.

La respuesta a qué más quieren las mujeres está en la existencia de unos modelos culturales y simbólicos patriarcales, de masculinidad y de feminidad, de los cuales el ejemplo del anuncio forma parte, pero que más allá de la anécdota, revelan cómo está de lejana la igualdad real así como la lentitud de los cambios en las prácticas de vida y en las mentalidades. Muchas mujeres están planteando, proponiendo, alternativas de vida y de relaciones sociales a estos modelos simbólicos, a unos modelos que nos dan las claves para explicar y comprender aspectos de la vida social mucho más graves que los relojes masculinos como son la pobreza femenina o la violencia de género y doméstica. Violencia y pobreza que la Marcha Mundial de las Mujeres quiere conseguir hacer particularmente visibles dentro de esta mundialización normativizadora en la que vivimos. Son también estos modelos los que nos ayudan a entender por qué en nuestro igualitario mundo occidental los salarios de las mujeres continúan siendo globalmente un 30% más bajos que los masculinos, por qué las mujeres son las más afectadas por el paro y la precariedad laboral, o por qué las mujeres continúan asumiendo mayoritariamente la doble jornada doméstica y extradoméstica y la denominada "ética del cuidado" a niños, viejos o enfermos, o por qué, día tras día, continúa produciéndose la violencia de género, el "la maté porque era mía".

Pero sobre todo, fuera de nuestro mundo occidental (y también dentro de él, en el denominado cuarto mundo que tenemos al lado), las respuestas a la pregunta de qué más quieren las mujeres están en los indicadores de feminización de la pobreza, dentro del mercado mundial globalizador y modernizador que reestructura los sistemas productivos incidiendo en las condiciones de vida de millones de mujeres del Tercer Mundo. Mujeres responsabilizadas en numerosas ocasiones de una agricultura de subsistencia en la cual van multiplicando su trabajo para obtener menos resultados. Los datos del United Nations Development Programme hablan de cómo se incrementa continuamente el número de pobres, y cómo las mujeres constituyen el 70% de estos millones de desposeídos. En América Latina, la inestabilidad familiar implica que las mujeres dirijan hogares monoparentales, asumiendo con sus ingresos sumamente precarios la totalidad de la responsabilidad de la manutención de los hijos, de tal manera que en algunas regiones el 40% de los hogares tienen al frente a una mujer, y estas familias suelen estar entre las más pobres. Podríamos hablar de muchas otras cuestiones, como las condiciones de vida y los derechos de las mujeres inmigrantes y la necesidad de eliminar las redes mafiosas de tráfico sexual que controlan la vida y la libertad de muchas mujeres inmigrantes, pero en definitiva, los problemas de la pobreza femenina tienen que ver con las condiciones económicas y sociales de un sistema mundial desigual y patriarcal, y también con el universo simbólico sexista del que hablábamos antes.

Es de este universo simbólico, de este conjunto de pautas culturales interiorizadas y arraigadas en individuos y sociedades del que procede también lo que denominamos violencia de género y violencia doméstica, que está produciendo centenares de asesinatos de mujeres cada año por defender su libertad y su autonomía. Habría que preguntarse por qué a eso no se le denomina terrorismo y no recibe la misma atención informativa que el terrorismo político, en las primeras hojas de los periódicos y no en las de sucesos, o por qué los políticos y los gobiernos no hacen declaraciones importantes ni toman rápidas medidas como hacen cuando se produce un acto de terrorismo político. Parece que muchos continúan convencidos de que lo privado no es político y de que, por tanto, las instituciones, los partidos, el Estado, no tienen nada que decir ni que hacer de puertas adentro, allí donde la respetada privacidad de la institución familiar sirve de escudo para el maltrato, la violencia y otras manifestaciones más sutiles de esta clase de microfísica del poder. Pero la violencia de género no es nunca un asunto privado de las víctimas.

Paradójicamente, parece al mismo tiempo que muchos Estados tengan en cambio bastante que decir en sentido contrario cuando se trata de desarrollar una violencia de género hacia las mujeres desde sus políticas públicas, es decir, lo privado sí que es político cuando interesa. El caso más flagrante es actualmente el Estado terrorista talibán de Afganistán, pero éste es sólo la punta del iceberg. Una punta que es el extremo más esperpéntico de unas relaciones patriarcales, que en este caso concreto están destruyendo a miles de mujeres afganas que son brutalmente castigadas, azotadas y torturadas hasta la muerte no ya por intentar decidir sobre sus cuerpos o sus deseos, si no simplemente por no llevar la burka cubriendo su cuerpo, o por querer estudiar o trabajar. Pero esta situación, ante la cual los Estados defensores de los derechos humanos sólo miran hacia otro lado, es en definitiva la radicalización de una violencia simbólica hacia las mujeres mucho más profunda y arraigada también en la tradición occidental y judeocristiana, que se traducía por ejemplo hasta hace muy poco tiempo en que las mujeres no tuvieran derechos políticos ni civiles, se les considerase menores de edad, o se mantuviesen en vigor códigos civiles (copiados del napoleónico) donde se recogía un modelo de matrimonio basado en la obediencia y en la subordinación al marido, y no en acuerdo de libre convivencia . En la sociedad inglesa del siglo pasado, cuyas leyes y no sólo costumbres permitían pegar a las mujeres, tenía muy claro el modelo: "El hombre y la mujer son uno y ese uno es el hombre".

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Frente a estas relaciones sociales basadas en la jerarquía y en la desigualdad, desde una perspectiva histórica podemos ver cómo, a partir de la formulación ilustrada de los principios de libertad y de igualdad, los feminismos se desarrollaron como radicalización del pensamiento liberal -y después también del pensamiento socialista- en sentido democrático, al reivindicar la universalidad de la igualdad, también para las mujeres como sujetos de derechos. Pero más allá de esta inicial e insuficiente igualdad -no siempre conseguida-, y desde un pensamiento radical -en el sentido de ir a la raíz de los problemas- que recoja toda la tradición anterior de igualdad política y de derechos humanos, podríamos afirmar que la profundización de la democracia a comienzos del siglo XXI debería implicar el plantearse avanzar en la transformación de prácticas sociales, actitudes y mentalidades sexistas que están en la base de la violencia hacia las mujeres. Y el plantearse seriamente que esta violencia de género debe ser reconocida en todo el mundo como una violación a los derechos fundamentales de las personas, sin poder justificarse por ninguna tradición, religión, práctica cultural o poder político.

Finalmente, esto significa que los problemas de las mujeres no son de ellas exclusivamente, como a veces se ha entendido desde determinadas culturas políticas. Son problemas comunes, universales, que afectan también a los hombres como ciudadanos, que afectan a los conceptos de democracia y de ciudadanía, de individualidad y de libertad, de diferencia y de pluralidad, de cómo entender la política y de cómo entender la llamada vida privada desde unos valores no sexistas que deben ser interiorizados por hombres y mujeres a la vez que prestigiados socialmente, frente a unos valores ya antiguos y viejos que han estado asociados históricamente a la masculinidad. Son problemas que afectan también a los políticos y los gobiernos aunque no quieran. Las alternativas son múltiples y diversas, multiculturales en definitiva, en lo privado y en lo público. Mujeres de todo el mundo están actuando, creando, proponiendo, inventando, trabajando, en este sentido; y también lo están haciendo a nuestro lado, a partir de esta red de redes solidarias que representa la Marcha Mundial de las Mujeres. Falta que los políticos, los Estados y los organismos internacionales estén a la misma altura de responsabilidad, de propuestas de alternativas y de capacidad creativa.

Anna Aguado es profesora de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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