Tribuna:

Europa: parada y fonda

El proceso de construcción europea resulta con frecuencia exasperante por su lentitud. Puede resultar explicable ya que se trata de caminar hacia un proyecto en cierta medida indefinido y no plenamente compartido por todos. Si se realiza un análisis de todo lo ocurrido hasta el momento nos encontraremos ante tremendas contradicciones, pues mientras los denominados padres de Europa (Monnet, Schumann...) quisieron desde un principio caminar hacia la construcción de una unidad política, esa finalidad no era compartida por la mayoría de los ciudadanos o en todo caso era asumida de una forma vaga e...

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El proceso de construcción europea resulta con frecuencia exasperante por su lentitud. Puede resultar explicable ya que se trata de caminar hacia un proyecto en cierta medida indefinido y no plenamente compartido por todos. Si se realiza un análisis de todo lo ocurrido hasta el momento nos encontraremos ante tremendas contradicciones, pues mientras los denominados padres de Europa (Monnet, Schumann...) quisieron desde un principio caminar hacia la construcción de una unidad política, esa finalidad no era compartida por la mayoría de los ciudadanos o en todo caso era asumida de una forma vaga e inconcreta. Los gobiernos de los Estados por otra parte se sumaban al proceso pero casi siempre con reticencias y sin transferir más poderes de los realmente indispensables.Algunas de las consecuencias del proceso eran percibidas como positivas y por ello incluso todos aquellos que podrían ser considerados como menos europeístas, se iban sumando a la construcción europea. Cualquiera que se lo plantee es consciente que si los europeos creamos un mercado único, nuestras economías, -y no me refiero sólo a los datos macroeconómicos sino a las repercusiones sobre los bolsillos de los ciudadanos- mejorarán. Ahora bien, la construcción europea implica renunciar a muchas tradiciones, a muchos elementos que van unidos a los Estados nacionales. No se puede olvidar que el siglo XIX -y aún buena parte del XX- fue el siglo de los nacionalismos, y la asunción de los valores nacionalistas aún está muy arraigada.

Es verdad que, con gran acierto, se optó por iniciar el proceso, pero los objetivos de quienes en él participaban eran distintos. Mientras para algunos poner en común la industria del carbón y del acero, la investigación sobre la energía atómica, o crear un mercado común constituían fines en sí mismos, para los más europeístas eran solamente pasos en dirección de un camino que se presumía largo.

No es, pues, de extrañar que Europa vaya naciendo con tanta lentitud. El proceso de construcción europea constituye en sí mismo, una tensión entre concepciones y tradiciones que aflora a cada instante. Ahora bien, si nos ponemos a analizar cuanto hasta el momento se ha realizado, hemos de quitarle la razón a todos los euroescépticos que circulan todavía por el mundo. A pesar de todos los inconvenientes, la idea de Europa con nexos de unión cada día mayores se va imponiendo día a día. Ha habido que superar, y aún hoy se tienen que seguir superando, tensiones entre quienes quieren crear una especie de pacto internacional entre Estados y los partidarios de una mayor institucionalización; tensiones entre tradiciones religiosas culturales y hasta jurídicas diferentes. Si tenemos todo ello en cuenta no es de extrañar que Europa se vaya construyendo a etapas: en algunas de ellas se producen aceleraciones, mientras que en otras el proceso queda estancado.

En la segunda mitad de los años ochenta y buena parte de la década de los años noventa vivimos uno momentos de plena aceleración. Los tratados se modificaban para acentuar la idea de Europa y fortalecer el entramado institucional (Tratados del Acta Única Europea, Maastricht y Amsterdam), se creó el mercado único, se dio a luz a una nueva moneda, e incluso -y la cuestión de los nombres, como bien sabemos los valencianos, es siempre muy significativa- se iba modificando el nombre hasta llegar a la actual Unión Europea que denota una vocación de unidad política tal vez incluso mayor que la real.

Pero parece que en la actualidad les haya entrado a los gobiernos el vértigo de la aceleración del proceso y hayan optado por un cierto parón. Es verdad que en el pasado hubo unos líderes (Mitterrand, González, Kohl y Delors) tanto en los gobiernos como en la Comisión que tuvieron el suficiente coraje e imaginación para superar los obstáculos que se presentaban en el camino, y posiblemente su desaparición de la escena política y su sustitución por políticos más planos y pedestres, -cuando no simplemente patéticos como el anterior presidente de la Comisión, Jacques Santer-, ha producido que el impulso, una vez agotada la inercia, quedara paralizado. En realidad parece que exista miedo por el camino recorrido e incluso arrepentimiento por lo mucho que se ha avanzado.

El caso es que, tras la entrada en vigor del Tratado de Amsterdam, dos eran las tareas que quedaron pendientes para la continuidad del proceso: la ampliación y la reforma institucional. En ambas se notan signos de paralización.

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A las puertas de la Unión Europea están llamando una docena de países del este de Europa. Antes del Consejo de diciembre del año pasado año parecía que en el club europeo irían entrando con lentitud de acuerdo con las condiciones de cada uno de ellos. Esa previsión no alteraría sustancialmente el sistema institucional que podría ser modificado tras un periodo de necesaria reflexión. En lugar de esta entrada sucesiva, la Unión Europea decide no establecer prioridades entre países candidatos, e iniciar simultáneamente el proceso con todos los aspirantes. Esa decisión conlleva dos importantes consecuencias: por una parte supone una huida hacia adelante, y por otra implica la necesidad de introducir las reformas institucionales profundas antes de acometer la ampliación. La decisión supuso, sin duda, una frustación para algunos países que ya se veían dentro de la Unión Europea porque su entrada podía llevarse a cabo sin alterar los actuales esquemas, esquemas que difícilmente podrían mantenerse inalterados ante la entrada de varios países aspirantes, algunos de ellos de gran peso demográfico.

El propio proceso produce que la revisión de los tratados sea continua y, por ello, cada reforma lleva aparejada la siguiente reforma. Así, el propio Tratado de Amsterdam contenía la convocatoria de una conferencia intergubernamental que tendrá lugar en Niza en el presente otoño. La conferencia deberá adoptar las necesarias reformas para actualizar unas reglas creadas para una Europa de seis miembros, pero que resulta difícil para los quince actuales y obviamente imposible para una Europa de veintisiete. Pero junto a las reformas necesarias deberían también abordarse otras tareas tales como la ampliación de competencias del Parlamento Europeo o bien el fortalecimiento de los poderes de la Comisión, pero frente a esas necesidades la decisión de los gobiernos ha sido la de limitar el contenido de la Conferencia de Niza a aquellas reformas que resultan imprescindibles para acometer la ampliación.

Otros muchos elementos conducen a ratificar la impresión de que nos encontramos ante un parón, y tal vez entre ellos no sea el menos importante el debilitamiento de la Comisión -y aún del Parlamento- en favor del propio Consejo. Ello denota una tendencia hacia lo intergubernamental después de unos años de impulsos europeísticos y, en definitiva un momento de parada y fonda después de un largo camino.

Luis Berenguer es eurodiputado socialista.

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