Tribuna:Sydney 2000 - LA OTRA MIRADA

Recuerdos olímpicos

Hubo un tiempo en que quise ser olímpica. Tendría 10 años. Fue cuando Mark Spitz ganó siete medallas. Yo tenía su foto encima del cabecero de la cama, tapando la Virgen Niña. A mí el sueño me lo velaba Spitz. Moreno, con bigote, de pelo en pecho, con buenos músculos, pero no desproporcionado...Así que yo, que me he pasado la vida sentada o tumbada, soñé con ser olímpica. Me parecía sencillo. Gordita, bajita y patosa, me apunté a las competiciones del polideportivo de la Almudena para seleccionar atletas. El entrenador me miró supongo que preguntándose dónde integrar a esa niña de físico antiat...

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Hubo un tiempo en que quise ser olímpica. Tendría 10 años. Fue cuando Mark Spitz ganó siete medallas. Yo tenía su foto encima del cabecero de la cama, tapando la Virgen Niña. A mí el sueño me lo velaba Spitz. Moreno, con bigote, de pelo en pecho, con buenos músculos, pero no desproporcionado...Así que yo, que me he pasado la vida sentada o tumbada, soñé con ser olímpica. Me parecía sencillo. Gordita, bajita y patosa, me apunté a las competiciones del polideportivo de la Almudena para seleccionar atletas. El entrenador me miró supongo que preguntándose dónde integrar a esa niña de físico antiatlético. Como velocista, cero pelotero; para carreras de relevos, nula: con las piernas tan cortas, imposible. Creyó encontrar una solución poniéndome con las niñas que lanzaban el disco, considerando que mi complexión nada ligera, sino de tochete, tal vez se adecuaría. Me explicó la teoría y le escuché muy atentamente, porque, eso sí, con la teoría nunca he tenido problemas. Me puse a la cola para lanzar el disco dispuesta a convencerle de que albergaba a una mujer olímpica. Me llegó el turno. Agarré el disco de forma zarrapastrosa y lo lancé con todas mis fuerzas, pero sin ton ni son. Creo que con los ojos cerrados. Los abrí porque empecé a oír gritos. Los de las niñas y del entrenador, que avisaban a los niños de otra competición que pasaban corriendo: "¡Cuidado!". Podía haberlos derribado a todos, pero sólo le di a uno. Estaba tirado en la pista. Afortunadamente, no lo maté, porque creo que eso me habría marcado la vida.

Viéndome el entrenador tan desconsolada, me mandó a las carreras de relevos. Y ahí estaba yo, renovada, a un paso de Spitz. Tomé el relevo y eché a correr. No iba la primera, pero tampoco la última. Yo, como siempre, del pelotón. Nunca le perdonaré a mi madre que me mandara con la falda del colegio a aquellas pruebas porque los clips estaban flojos, se me desabrocharon y la falda se me resbaló hasta enredárseme con los pies. Me fui hacia el vestuario mirando al suelo y oyendo una risa: la del niño herido por el disco. Me abalancé sobre él y, si no nos llega a separar el entrenador, lo habría matado. Ahora, por gusto.

Ése fue el fin de mi etapa olímpica. Me duró un día. Pero no es una historia triste. Gracias a que mis sueños se vieron frustrados, canalicé mis complejos hacia el mundo literario, donde nos encontramos los patosos de la clase. No está mal: no te machacas el cuerpo y no tienes por qué retirarte a la edad de Urdangarín. El otro día, viendo un reportaje de cómo ha cambiado el cuerpo de los atletas con el tiempo, vi la foto de Spitz y me di cuenta de que lo que a mí me pasaba es que aquel individuo me gustaba muchísimo.

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