Tribuna:

Audacia

LUIS DANIEL IZPIZUAParece evidente que el PNV atraviesa un momento decisivo. Basta con escuchar los mensajes contradictorios, dispersos y hasta desnortados de sus líderes para tener certeza de ello. Hablo de líderes, es decir, de capitanes y no de marineros. De las cabezas del partido: Arzalluz, Egibar, Ibarretxe, Anasagasti. Y la sensación de deriva o desconcierto es palpable. Es de tal grado esa endeblez del discurso político, que su coherencia imprescindible está siendo sustituida por un family plot en el que la trama ideológica es suplantada por la trama afectiva. El ciudadano ya no...

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LUIS DANIEL IZPIZUAParece evidente que el PNV atraviesa un momento decisivo. Basta con escuchar los mensajes contradictorios, dispersos y hasta desnortados de sus líderes para tener certeza de ello. Hablo de líderes, es decir, de capitanes y no de marineros. De las cabezas del partido: Arzalluz, Egibar, Ibarretxe, Anasagasti. Y la sensación de deriva o desconcierto es palpable. Es de tal grado esa endeblez del discurso político, que su coherencia imprescindible está siendo sustituida por un family plot en el que la trama ideológica es suplantada por la trama afectiva. El ciudadano ya no se pregunta por lo que piensa Ibarretxe, sino por el tipo de relación que mantiene con la línea oficial del partido: ¿se lleva bien, mal, es un mandado? A este respecto, la entrevista mantenida en este periódico por Iñaki Anasagasti podía ser muy ilustrativa. En ella, la cuestión afectiva primaba en definitiva sobre el debate ideológico, y la gran pregunta que nos hacíamos al final los lectores no era con quién está más de acuerdo Arzalluz, sino a quién ama más, si a Anasagasti o a Egibar.

Ocurre lo mismo con las buenas intenciones, que se han convertido en una categoría política de primer orden. Es a lo que siempre apela el PNV ante cualquier crítica: lo hicieron, hacen y lo harán todo con buena intención. Pero las buenas intenciones no son un valor en política, terreno en el que sólo se tienen en cuenta los logros. Quien ante una gestión negativa nada más puede alegar buenas intenciones, se expone al descrédito por partida doble: por mal gestor y por pardillo. En política aún es válida la distinción weberiana entre ética de la responsabilidad y ética de la convicción. Fidelidad o infidelidad, buenas o malas intenciones, afecto o desafección, nos remiten a valores siempre encomiables y prioritarios para el buen funcionamiento del ámbito familiar en sentido amplio: familia, amigos. Pero, en política, esos valores no son determinantes porque se presuponen siempre, aunque brillen por su ausencia. Sólo suponen un plus si van acompañados por el acierto.

Y el PNV no ha acertado. No es un diagnóstico desde fuera, sino lo que se desprende de las palabras de sus líderes. Y no sabe cómo salir del atolladero en que se ha metido. Y no sabe cómo hacerlo porque en todas las posibles salidas ve el fantasma de que va a salir perdiendo. La pregunta crucial hoy para el PNV es qué hacer con Lizarra. Romper con ese pacto supone reconocer un fracaso de consecuencias dramáticas para el país y de difícil venta para los ciudadanos electores. Continuar en el pacto, por otra parte, implica someterse a esa doble presión de los partidos democráticos de un lado y de los sectores afines a ETA de otro. Esa cuerda floja en la que intenta mantenerse, es decir, ese estar en Lizarra como si no estuviera, acarrea la servidumbre de un gobierno débil y de una falta absoluta de liderazgo, consecuencia de la sensación de que el partido que nos gobierna carece de otro proyecto que no sea el de la deriva, situación que empieza a resultar insostenible. Cabe, por supuesto, la opción de abandonar indecisiones y apretar el acelerador de Lizarra, pero el PNV sabe que esa iniciativa, sin contrapartidas, le supondría una dura contestación interna y la agudización además de la fractura de la sociedad vasca, que empieza a ser algo más que un riesgo.

De ahí que el PNV busque desesperadamente otra salida para no perder. El recurso a Lizarra con la compensación de una tregua resultaría de escasa rentabilidad, vistas las consecuencias de la tregua anterior, y supondría un handicap de resultados nefastos para el futuro del partido. Quedan las terceras vías, y los terceros espacios, para recomponer la centralidad perdida, terceras vías condenadas al fracaso o a la agonía, porque el entramado político vasco ha experimentado modificaciones profundas en los dos últimos años. Y queda, por supuesto, la posibilidad de asumir la responsabilidad, abandonar Lizarra y enfrentarse a la derrota. Por el bien del país. Y porque tal vez no haya tal derrota, y porque, aunque la hubiera, es esa la salida más rentable para el PNV a medio plazo. En política, las buenas intenciones se hacen ver de esa manera.

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