Tribuna:

Las vías de la socialdemocracia.

Durante el curso de mi vida, y tras tener que irme de España en el año 1962 por razones políticas, he vivido en Suecia, Gran Bretaña y en Estados Unidos. Nunca en estos u otros países en los que he impartido docencia he visto a los medios de información referirse a las distintas tradiciones políticas dentro de los partidos progresistas por el nombre de las personas que lideraban tales tradiciones. Así, en Suecia, nunca leí u oí a nadie refererirse, dentro del Partido Socialdemócrata, a palmerianos, andersonianos, pearsonianos o, en Inglaterra, dentro del Partido Laborista, a wilsonianos, calla...

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Durante el curso de mi vida, y tras tener que irme de España en el año 1962 por razones políticas, he vivido en Suecia, Gran Bretaña y en Estados Unidos. Nunca en estos u otros países en los que he impartido docencia he visto a los medios de información referirse a las distintas tradiciones políticas dentro de los partidos progresistas por el nombre de las personas que lideraban tales tradiciones. Así, en Suecia, nunca leí u oí a nadie refererirse, dentro del Partido Socialdemócrata, a palmerianos, andersonianos, pearsonianos o, en Inglaterra, dentro del Partido Laborista, a wilsonianos, callaghannianos o, ahora, a blairianos, brownianos o prescotianos o, en EE UU, dentro del Partido Demócrata, a kennedianos, jacksonianos o clintonianos. En España, sin embargo, los medios de información constantemente clasifican las corrientes políticas del Partido Socialista en felipistas, guerristas, borrellistas, solchaguistas y un largo etcétera. Esta costumbre de personificar las tradiciones políticas, además de ser ofensiva, es sumamente preocupante, puesto que reduce los debates políticos a luchas por poder personal, contribuyendo así al descrédito de la política en nuestro país. Un ejemplo de lo dicho ha sido la presentación por parte de los medios de información de los debates precongresuales del PSOE, el cual se ha mostrado en su mayoría como un conflicto de proyectos personales. Sin negar que hay un conflicto, por otra parte inevitable, de poder personal, es profundamente erróneo reducir el debate a este nivel, puesto que tal debate refleja una diversidad de proyectos que se reproduce hoy en toda Europa y que no se están debatiendo en los medios de información de España. Veamos.Las tradiciones socialdemócratas europeas han variado enormemente en los últimos veinte años. En el norte de Europa, durante la mayoría de años después de la Segunda Guerra Mundial, ha gobernado la socialdemocracia, que se ha caracterizado por un compromiso en alcanzar el pleno empleo, estimulando a su vez la participación de la mujer en el mercado de trabajo, alcanzando así las tasas de actividad laboral más altas en Europa, permitiéndoles desarrollar un Estado del bienestar muy extenso y altamente redistributivo, que ha conseguido la mayor reducción de las desigualdades sociales y de la exclusión social hoy en el mundo capitalista desarrollado. En el centro de Europa, la socialdemocracia, sin embargo, no ha sido hegemónica y cuando ha gobernado ha tenido que hacerlo frecuentemente con la Democracia Cristiana, lo cual explica que, aunque alcanzara el pleno empleo, la tasa de participación laboral de la población adulta fuera relativamente baja debido a la escasa incorporación de la mujer al mercado de trabajo, integración que no ha sido prioritaria para la Democracia Cristiana.

En el sur de Europa, la socialdemocracia era la más radical durante aquel periodo (recordemos que Mitterrand prometió trascender el capitalismo, y en España, el primer programa del PSOE en la democracia, así como su discurso electoral, estaban más a la izquierda que el PCE), radicalismo que compartió con el Partido Laborista Británico, que en su famosa cláusula 4 pedía la nacionalización de todos los medios de producción y distribución. Ha sido en estos países, y muy en especial en Gran Bretaña y en España, donde la socialdemocracia ha cambiado más profundamente. En la primera, apareció la Tercera Vía, cuyo teórico más conocido, Anthony Giddens, la definió como la alternativa entre el Partido Laborista entonces existente (que erróneamente identificó con la socialdemocracia tradicional) y el neoliberalismo de la señora Thatcher. El error de Giddens era extrapolar la situación británica al resto de la socialdemocracia en Europa. En realidad, muchas de las políticas que Giddens consideraba como nuevas y características de la Tercera Vía, tales como el énfasis en las políticas activas para facilitar la integración del desempleado al mercado de trabajo o el hincapié hecho en intervenciones que prevengan la exclusión social, habían sido ya llevadas a cabo exitosamente por lo que él llamaba despectivamente Socialdemocracia Tradicional. En varios artículos critiqué las tesis de la Tercera Vía expuestas en su libro La Tercera Vía, mostrando con datos que lo que él presentaba como nuevo en Gran Bretaña no lo era en el continente. En su respuesta (Third Way and its critics), Giddens se refiere explícitamente a mis artículos aceptando mi crítica, redefiniendo ahora la Tercera Vía no como una alternativa entre la socialdemocracia y el neoliberalismo, sino como la respuesta de la socialdemocracia a la globalización económica y revolución tecnológica, incluyendo como Tercera Vía desde las políticas desreguladoras del mercado de trabajo del Gobierno neolaborista (de claro corte neoliberal) a la reducción de la semana laboral a 35 horas del Gobierno socialista francés. De esta manera, la Tercera Vía se transforma de una Vía a un Aparcamiento en el que pueden aposentarse todo tipo de vehículos políticos. Esta pérdida de especificidad da cabida a todo tipo de respuestas, lo que explica la gran variedad de portavoces de este proyecto.

Por otra parte, en España, la experiencia socialdemócrata 1982-1996 fue atípica dentro de la socialdemocracia europea, puesto que no tuvo como objetivo alcanzar el pleno empleo -como bien reconoce Carlos Solchaga en su libro El fin de la época dorada-, ni tampoco el facilitar la integración de la mujer en el mercado de trabajo, con lo cual no hubo un aumento de la población activa durante los años de su gobierno. En realidad, algunas de sus políticas laborales fueron responsables del deterioro del mercado laboral, explicando el hecho, sin precedentes en Europa, de tener que enfrentarse a tres huelgas generales lideradas por los sindicatos. En otros aspectos importantes, sin embargo, las políticas públicas del Gobierno del PSOE sí que fueron tradicionalmente socialdemócratas, tales como sus políticas redistributivas, conseguidas a partir del aumento muy notable del gasto social y de la expansión de las transferencias y servicios del Estado del bienestar. Ahora bien, la dirección del PSOE interpretó erróneamente sus derrotas electorales como resultado de su identificación con tales políticas redistributivas, que se asume distanciaron del proyecto socialdemócrata a las clases medias. De ahí que, tal como ha hecho la Tercera Vía en Gran Bretaña (y a diferencia de lo que ha hecho el Gobierno socialista francés), la dirección del PSOE haya ido desenfatizando las políticas redistributivas, centrándose en su lugar en las propuestas de desarrollo de la igualdad de oportunidades. Pero la reducción de las políticas redistributivas reduce enormemente la deseada igualdad de

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oportunidades. Si se quiere que los hijos de las familias de trabajadores no cualificados que viven, por ejemplo, en Nou Barris, en Barcelona, tengan las mismas oportunidades en la vida que los hijos de las familias burguesas que viven en Pedralbes, no basta con incrementar sustancialmente las becas y otras ayudas financieras, incluyendo la formación profesional a los primeros -por muy necesarias que sean estas políticas-, sino que se requiere reducir considerablemente la distancia social, económica y cultural entre Pedralbes y Nou Barris. Centrarse en las políticas de igualdad de oportunidades, desincentivando a la vez las políticas redistributivas, es resolver muy parcialmente el problema de las consecuencias negativas de las desigualdades sociales. Como bien decía el diario London Times (4 de junio de 20000), "ninguna de las políticas de igualdad de oportunidades llevadas a cabo por el Gobierno Blair variará sustancialmente el estudiantado de las cinco universidades de élite más importantes del país". De ahí que el discurso de igualdad de oportunidades, en ausencia de políticas redistributivas, sea un discurso un tanto inflado que promete más de lo que ofrece.

Lo que la mayoría de la población desea es que sus impuestos y aportaciones al Estado mejoren su calidad de vida. De ahí que cuando a la ciudadanía se le pregunta si está a favor de pagar más impuestos si se le garantiza que tales fondos enriquecerán su sanidad y la de sus hijos, sus pensiones y las de sus padres, las escuelas de sus hijos o sus servicios de apoyo a las familias, como escuelas de infancia y servicios domiciliarios para las personas con discapacidades, la gran mayoría de la ciudadanía responda afirmativamente. En la última encuesta del Eurostat, los porcentajes de respuestas afirmativas varían de un 68% a un 73% de la población, siendo la española la que muestra una respuesta más positiva a este incremento del gasto social a costa de un aumento de la carga impositiva. Esta situación no se presenta sólo en Europa. En EE UU puede verse cómo la popularidad del presidente Clinton frente a los republicanos se debe a que mientras éstos quieren reducir los impuestos (que favorecen en su mayoría a las rentas más superiores), Clinton quiere utilizar el superávit del presupuesto federal en mejorar la Seguridad Social, la sanidad y la educación (que favorecen a la mayoría de la ciudadanía). En realidad, y en contra de lo que se dice con gran frecuencia en los medios de información, el grado de apoyo de la ciudadanía a pagar impuestos al Estado no depende de su cantidad, sino de su relevancia al ciudadano y de la percepción que se tiene de la justicia y transparencia del criterio recaudatorio. Independientemente de que las familias paguen al Estado -sea central, autonómico o local- o a empresas privadas, el hecho es que éstas necesitan servicios de sanidad, de educación y de apoyo a las familias. La popularidad de que tales pagos sean al sector privado o público depende de los beneficios que obtenga en uno u otro sistema. En EE UU, por ejemplo, la familia promedio gasta un porcentaje de su renta en sanidad y servicios de ayuda a la familia privados, por ejemplo, que es semejante al porcentaje de lo que se gasta una familia sueca promedio en tales servicios públicos, con la desventaja de que los servicios proveídos en EE UU son menos completos y la satisfacción popular con tales servicios es menor que en Suecia, lo que explica la oposición a la reducción de impuestos en este último país -tanto entre sus clases medias como entre la clase trabajadora- si tal reducción repercute negativamente en estos servicios. En España, el porcentaje de la renta familiar en estos servicios, sean públicos o privados, es mucho menor que en EE UU o en Suecia. Es impensable que podamos modernizarnos como país, alcanzando el promedio de calidad de vida de la UE, sin una convergencia en beneficios y gastos sociales con otros países desarrollados. ¿Es la vía privada o la pública la que puede ofrecer mayor o mejor cobertura para la mayoría de la población? La experiencia internacional no apunta a favor de la vía de financiación privada. Los países de tradición socialdemócrata, como los países nórdicos de Europa, han conseguido, a partir de la financiación pública de los servicios y transferencias del Estado del bienestar, mayor cobertura a mayor número de la población con mayor satisfacción popular que no los países de tradición cristianodemócrata (que han cubierto sus insuficiencias a base de sobrecargar a las familias, y muy en especial a las mujeres) y liberal (que han proveído tales servicios a partir de la financiación privada, proveyéndolos con mano de obra muy barata que ha contribuido a la polarización social de la fuerza laboral en aquellos países). La Tercera Vía, británica aunque tiene componentes de la socialdemocracia tradicional (como sus énfasis en políticas activas), se distancia de ella acercándose más a las tradiciones cristianodemócratas (como en su énfasis en sobrecargar a la familia, responsabilizándola por la provisión de servicios a los infantes y a la tercera edad, así como transformando tales servicios de universales en asistenciales) y liberales (como su insistencia en la desregulación del mercado de trabajo), lo cual explica sus alianzas internacionales, reflejadas en su documento escrito conjuntamente con Aznar y su constante referencia al altamente desregulado mercado laboral estadounidense como su inspiración. Es lógico, por lo tanto, que despierte recelos entre las bases sociales del proyecto socialdemócrata, sin necesariamente movilizar a las clases medias. Las derrotas electorales recientes de Blair, Schröder y Prodi, y después de D'Alema, reflejan su falta de apoyo popular. En todos estos casos hubo un incremento muy notable de la abstención, sobre todo de la clase trabajadora, afectando también a las clases medias. En realidad, la Tercera Vía no es tanto el proyecto político de las clases medias, sino el de los grupos profesionales y técnicos, lo cual explica su popularidad en los medios de información y en los centros financieros (temerosos de las políticas redistributivas) que proveen las cajas de resonancia que promueven tal proyecto.

Éstas son, pues, las distintas corrientes que se reproducen hoy también en España. ¡Qué lástima que estos temas no fueran los debatidos en los medios de información que, centrándose en las personas, se olvidaron de los temas más cruciales e importantes!

Vicenç Navarro es catedrático de la Universidad Pompeu Fabra y autor de Globalización económica, poder político y Estado del bienestar. Ariel Económica, 2000.

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