Tribuna:

Horarios

En la sociedad de consumo el motor de la economía es el consumidor; él constituye la "riqueza de las naciones". Los pocos campesinos que se van quedando son fisiócratas que nunca han oído hablar de Quesnay ni falta que les hace. Creen que la única actividad realmente productiva es la agricultura (el resto es sólo transformación) y por lo tanto el cultivo de la tierra mueve el mundo. Que lo sigan creyendo y utilizando tractores. Supongo que prefieren la libre venta al por menor de sus productos día y noche durante todos los días del año.Una contradicción del capitalismo de la que ya hizo chacot...

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En la sociedad de consumo el motor de la economía es el consumidor; él constituye la "riqueza de las naciones". Los pocos campesinos que se van quedando son fisiócratas que nunca han oído hablar de Quesnay ni falta que les hace. Creen que la única actividad realmente productiva es la agricultura (el resto es sólo transformación) y por lo tanto el cultivo de la tierra mueve el mundo. Que lo sigan creyendo y utilizando tractores. Supongo que prefieren la libre venta al por menor de sus productos día y noche durante todos los días del año.Una contradicción del capitalismo de la que ya hizo chacota Bertrand Russell hace muchos años es que, por una parte, no hace más que inducirnos a comprar, mientras que por la otra fomenta encarnizadamente la virtud del ahorro. Ahora, los detractores de la libertad de horarios arguyen que no por estar más tiempo abiertos los comercios se comprará más. Falacia. Nos han convertido en compradores, somos una sociedad adquisitiva. El comercio abierto es, entonces, siempre una tentación y ya se sabe, quita la tentación y quitarás el peligro. Entre los dos polos que sustentan el sistema, ahorro y consumo, no existe un verdadero equilibrio. Los alemanes se inclinan por el primero, norteamericanos y españoles somos unos manirrotos: ahorramos poco. (Obviamente, no me refiero a quienes no ahorran porque ya bastante hacen con llegar a fin de mes viviendo en precario. El concepto "sociedad de consumo" es más sociológico que económico, pues se da por descontado que no todos participan del festín).

El Gobierno ha decidido ampliar la libertad de horarios y se armó la de san Quintín. Lo que algunos no comprendemos es que, ya puestos, no se decretara la libertad total. A la postre, la medida estuvo inspirada por un objetivo estrictamente económico: la lucha contra la inflación. No olvidemos que es parte de un paquete de medidas liberalizadoras, en vista de que nos estamos saliendo de las pautas de la UE en la cuestión de los precios. España pierde competitividad y eso sólo se arregla siguiendo las reglas del juego. Nuestra economía aún sufre rigideces provocadas por el retraso en la liberalización de ciertos sectores.

¿Acaso no aceptamos el sistema capitalista? El mercado, decimos con razón, no lo es todo. Queremos un Estado que llegue a donde no llega el mercado; en primer lugar, a cubrir los servicios básicos generosamente entendidos. Pero ahí no termina la función del Estado; de él esperamos una función distributiva y un cierto intervencionismo... en el mismo mercado. En concreto, le competen la liberalización y la regulación, dos caras de la misma moneda. Es obvio que sin liberación no hay competencia y que si no la hay, el mercado es una farsa. El libre mercado, que a su vez no será del todo libre ni jugará del todo limpio sin una regulación, como nos ha recordado en estas páginas Segundo Bru. Quiere decirse que sin unas reglas el mercado será libre sólo en el sentido de que todo comerciante tiene acceso al mismo. No es suficiente. Hay que vender ateniéndose todos a las mismas reglas, sin privilegios que emanen, acaso, del mismo Estado; de lo contrario, el libre mercado se convierte, sencillamente, en mercado libre. Ahora bien, permitir que el comercio -grande, mediano o pequeño- abra sus puertas todos los días y con un horario más amplio, ¿supone algún privilegio que no dimane de la lógica misma de un determinado tejido comercial? ¿Es razonable afirmar -por ejemplo- que el Gobierno ha querido beneficiar a las compañías francesas que controlan los hipermercados en pago a unos servicios prestados? Sería pagar la barra de pan con oro y ni este ni ningún otro gobierno es tan generoso. En realidad, los muchos estudios que se han llevado a cabo, y que se contradicen entre sí, revelan que no hay conclusiones taxativas; y sin éstas, el Gobierno pudo permitirse dar el paso. Un clamor a favor o en contra de la ampliación de los horarios (o de la indeferencia) no habría mantenido al Gobierno tenso en la vacilación durante tanto tiempo. Y no me refiero únicamente a las razones de quienes son a la vez juez y parte; o anexos.

Por lo dicho hasta ahora, es obvio que, en este asunto, estamos del lado del Gobierno; y si algo le reprochamos, insisto, es la relativa timidez de la medida, pues no se comprende por qué los hiper no tengan libertad para abrir todos los domingos. Lo cual no significa que nos entusiasmen las grandes superficies ni que el destino de la tienda de la esquina nos sea indiferente. Significa que uno antepone la libertad personal a todo lo demás; y si la tienda de la esquina no puede resistir la libertad de horarios por falta de personal, que cierre. El Gobierno que regule un horario se pasa de intervencionista, es decisión personal abrir o cerrar cuando el propietario quiera; como es decisión del cliente dejar de serlo si no le gusta la opción adoptada por el propietario.

Lamentaré que sigan cerrando pequeños comercios, aunque algo me dice que la tendencia ha tocado fondo con o sin libertad de horarios. Yo no soy el único adicto a los pequeños mercados, a las tiendas, a los bares, a los restaurantes; y vivimos un tiempo en el que la uniformidad provoca reacciones defensivas de índole varia. Hago votos. Viví en Alemania y allí a las cuatro de la tarde del sábado echaban el cierre hasta el lunes. No quiero hurgar en el recuerdo porque aún me deprimo. Para mí era el Hades, pues los escasos transeúntes me parecían cadáveres. Luego, en Nueva York, el reverso. Si un sábado regresaba a casa a cualquier hora de la madrugada, en el camino compraba el New York Times en algún quiosco y marisco para la comida dominical en un supermercado. Todo estaba abierto todo el día y todos los días. Y rebosante de gente. Como especimen humano nunca me he sentido más vivo. Claro que Nueva York no es Buffalo ni tampoco Long Island, donde el hiper es el rey.

Pero aquí, según confiesan detractores de la libertad de horarios, se está defendiendo no tanto un modelo de compra (o sea, una cuestión económica) como unos hábitos de vida. Las ciudades parecerán cementerios, claman. Puede que tengan razón y puede que no. Pero no se trata de eso. Se trata de que hay que separar esferas; se trata, insisto, de que el Estado no es quién para abstenerse de adaptar una medida económicamente beneficiosa con el fin de defender un estilo de vida que ni siquiera el censo reclama. En efecto, aunque la mayor parte de la ciudadanía dice que no comprará en domingo, también son mayoría quienes se decantan por la libertad de horarios. Que se arrepientan ellos, que no lo harán, como no se han arrepentido de los supermercados. El trabajo de ambos cónyuges es el enemigo letal del pequeño comercio. Y las nuevas formas de ocio. Y los precios, que tiempo han tenido los pequeños de modernizar sus estructuras.

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Ah. En la UE los horarios se están ampliando de año en año.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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