Reportaje:ESCAÑOS ENFRENTADOS

El joven profesor y el consejero resabiado

Antonio Carmona (PSOE) convierte en antología de citas célebres sus debates con el consejero Luis Blázquez

Este hombre, de pelo largo y lacio, correcto traje azul, gesto como de enfadado; este hombre que un día derribó a toda una generación mitificada y la redujo con una simple palabra a la triste categoría de coñazo; este diputado del PSOE-Progresistas en la Asamblea de Madrid es la pesadilla -bueno, o al menos, un mal sueño- del consejero de Economía, Luis Blázquez.Este hombre se llama Antonio Carmona. Tiene nombre y aire agitanado. Es madrileño por los cuatro costados. Y habla con orgullo de su barrio -Maravillas- y de las tiendas de ultramarinos y coloniales que respiró en su niñez. Lo h...

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Este hombre, de pelo largo y lacio, correcto traje azul, gesto como de enfadado; este hombre que un día derribó a toda una generación mitificada y la redujo con una simple palabra a la triste categoría de coñazo; este diputado del PSOE-Progresistas en la Asamblea de Madrid es la pesadilla -bueno, o al menos, un mal sueño- del consejero de Economía, Luis Blázquez.Este hombre se llama Antonio Carmona. Tiene nombre y aire agitanado. Es madrileño por los cuatro costados. Y habla con orgullo de su barrio -Maravillas- y de las tiendas de ultramarinos y coloniales que respiró en su niñez. Lo hizo un día, el 4 de noviembre de 1999, cuando defendió a los pequeños comerciantes frente a la voracidad -¡ay!- de las grandes superficies. Recordó aquellas tiendas y aquellos tenderos que tenían el género expuesto en las puertas de los comercios:

-Los garbanzos, las judías de El Barco, los ajos de Chinchón. Era un olor a pueblo, porque era un pueblo. Mi pueblo.

Ese olor a canela y a aceite de oliva, a escabeche y papel de estraza. Blázquez le reconoció la nostalgia y hasta el romanticismo de sus palabras. Pero él, que tiene un cierto aire de afectuoso comerciante de barrio, lo desbarató todo en nombre de la competitividad y la inversión. Con la fuerza prosaica del mercado.

Tan joven Carmona y mira que le gusta hablar de historia. El 9 de diciembre le preguntó al consejero por el fraude de las gasolinas, y se remontó a cuando Carlos V vino de Hungría, causando asombro a los madrileños por "aquellos simones y calesines", que no usaban -claro- gasolina. Los actuales carruajes sí la necesitan. Y ahora la situación y el negocio es otro. Ante el recurso del consejero al secreto judicial que las gasolineras tenían abierto, Carmona le recitó unos versos de Pedro Muñoz Seca, de la Venganza de don Mendo, para hacerle ver que comprendía su mutismo:

-El que confeséis no espero/ pues sé que sois caballero / y a enmudecer os obliga / algo que os ata y os liga.

A Blázquez los ripios no le hicieron confesar qué le ataba u obligaba. Debe de ser que el cargo le ha puesto pelos en el corazón. Lo que sí le ha colgado en los labios es una sonrisa socarrona, de hombre que está de vuelta. Tal vez por ello trate al joven diputado con un resabio de condescendencia, aunque le reconozca en público su condición de profesor universitario. Aquel día recogió la alusión al césar Carlos y le aconsejó que viese la exposición que había en Gante.

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-No contaron lo de la calesa esa que cuenta usted, pero había cosas muy interesantes allí.

El 17 de febrero les enfrentó la Cámara de Comercio. Carmona preguntó por la normativa que debía desarrollar la consejería de Blázquez con esta institución. El consejero se lo explicó. Pero no a satisfacción del diputado. Con que el socialista recordó que en el texto de la ley se decía que en seis meses el Gobierno tenía que haber presentado un reglamento y que no lo había hecho. Así que citó a Richelieu, aunque un poco traído por el capelo cardenalicio:

-Dadme seis líneas del hombre más honrado de Francia y encontraré motivos para ahorcarle.

Hombre, ni seis meses ni seis líneas son para colgar a nadie. Blázquez le recriminó lo de la muerte. Ni siquiera de diputados que, según insinuó, menudos deben de ser. Como dijo él:

-No creo en la pena de muerte, ni siquiera para diputados.

Un suspiro de alivio debió recorrer los escaños. Y la verdad es que Carmona había aclarado que no se trataba de recurrir a algo tan tremendo por un retraso. Era un recurso literario. Y está muy bien que se aporte cultura a la Asamblea.

Donde Carmona demostró buenas formas parlamentarias fue, sin duda, con motivo del rifirrafe de su compañera de filas Cristina Almeida y el presidente, Alberto Ruiz-Gallardón. Fue aquel día en que el jefe del Ejecutivo madrileño sacó a relucir la rejilla televisiva de la presidenta del grupo PSOE-Progresistas.

Carmona, que preguntó a continuación por la fuga de empresas de Madrid, aprovechó la coyuntura para defender a Almeida. Con la excusa de que había que luchar para que las grandes compañías no abandonaran la región, exigió un presidente que "vea menos televisión". Y, a partir de ahí, cargó contra Ruiz-Gallardón. Tanto que Blázquez hubo de salir en defensa de su jefe de filas y, aprovechando que Carmona no iba a poder contestar, le tiró un bajonazo:

-Comprendo que el que su grupo no le deje hacer preguntas al presidente le tiene frustrado y que necesite otros desahogos.

Y, como el diputado socialista había planteado las cosas en términos de trasiego empresarial de una comunidad a otra, Blázquez cerró el debate hablando de nacionalismo. Y qué mejor que citar a un socialista, al francés Mitterrand: "El nacionalismo es siempre la guerra".

-No entremos nunca en una lucha nacionalista en el mundo de la economía -le aconsejó.

Y Blázquez se sentó sonriendo por un lado, como los lobos. Carmona, enfurruñado, le miraba desde su pupitre.

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