Tribuna:

Ópera

Uno recuerda la primera vez que asistió a la ópera con ese aura de mágica irrepetibilidad de la primera vez que se enamoró o leyó a Stevenson. Yo recuerdo el enorme teatro poblado de estatuas, la escalinata de mármol con esclavas de bronce sosteniendo lámparas, el intenso hedor a perfume de personas que pasaban con demasiada prisa, envueltas en una aureola de boas y corbatas. Recuerdo que me acodé en la balaustrada del primer piso y vi ascender a toda aquella riada multicolor, repartirse por los rellanos, gesticulando y compartiendo cigarrillos, sentándose en los butacones de la sala de espera...

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Uno recuerda la primera vez que asistió a la ópera con ese aura de mágica irrepetibilidad de la primera vez que se enamoró o leyó a Stevenson. Yo recuerdo el enorme teatro poblado de estatuas, la escalinata de mármol con esclavas de bronce sosteniendo lámparas, el intenso hedor a perfume de personas que pasaban con demasiada prisa, envueltas en una aureola de boas y corbatas. Recuerdo que me acodé en la balaustrada del primer piso y vi ascender a toda aquella riada multicolor, repartirse por los rellanos, gesticulando y compartiendo cigarrillos, sentándose en los butacones de la sala de espera con calculadas poses fotográficas. Todo resultaba ficticio, deslumbrante. Las localidades que una amiga y yo habíamos conseguido la semana antes no eran demasiado holgadas, y exigían de nosotros estar vacunados contra la tortícolis para contemplar el escenario. Los personajes ampulosos que cantaban entre candilejas no constituían más que otra atracción de las muchas con las que aquella enorme farándula nos ahogaba los sentidos: el juego de música, perfumes, luz y voces rescató en mi alma una antigua felicidad que creía cancelada, la del placer de mirar, de ensimismarse, de quedar olvidado en la contemplación del objeto que nos fascina, ese magnetismo atávico que Platón dice que arrastra a las almas hacia la idea de Amor o de Belleza.Sé que la experiencia que acabo de evocar es anacrónica, seguramente desfasada: el viejo entusiasmo que la ópera provocaba en las mentes vírgenes de los adolescentes de siglos anteriores es fomentado ahora por el cine, la televisión u otro espectáculo de muchedumbres y saliva. La ópera ha quedado como coto vedado de un serie de aristócratas excéntricos, que practican con igual desenvoltura el elitismo que el aburrimiento; se necesita una cuenta corriente saneada para pagarse una butaca en un teatro y una paciencia a prueba de quebrantos para estarse horas en una cola y conseguir la esquina de lo más alto del gallinero. Ante todo, la ópera es impopular, como las drogas o la inteligencia. Desde hace demasiado tiempo sobrevive con respiración asistida, gracias a esos melómanos ignorantes que pagan con la misma prontitud a Mozart que a Puccini, y que no discuten la calidad de las voces siempre que la entrada les haya costado lo suficientemente cara.

Veo la representación de Els Comediants de La Flauta Mágica en los jardines del Generalife y sueño con ese imposible milagro: el de la salida de ese ancestral espectáculo de los mausoleos de mármol a los parques, su descenso hacia un espectador no impedido por los prejuicios de chaqués y visones, el ascenso del público hacia una clase de ocio que exija de él algo más que secreciones glandulares. Me pregunto si la ópera tiene algo que decir a quien la contemple a día de hoy, si existe algo que haga su mensaje actual y duradero. Se me ocurre que, como todo lo clásico, la ópera es un reducto del orden, de la pureza geométrica, de la confianza en las coordenadas racionales que nos ha arrebatado la crisis de este descreído fin de siglo. Ocho personajes discutiendo a la vez en un galimatías de interjecciones y malentendidos, que consiguen que el tumulto del final de un acto de vodevil se convierta en uno de los mayores prodigios de la historia de la armonía: eso es Las Bodas de Fígaro, eso es el orden.

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