Tribuna:

La tele

Ayer se me murió el aparato televisor. Era de antes de la guerra (de la invasión norteamericana de Granada y Panamá, de la Operación Tormenta del Desierto y de los conflictos yugoslavos, por hablar sólo de lo nuestro) y di por buena la defunción. Al fin, sola, me dije, parafraseando a Greta Garbo, pero poco después rectifiqué. La televisión es imprescindible para: a)conocer en directo la expresión de cabestro del portavoz de Pistolas pro Amnistía; b)percatarme en directo de la depresión que sufre Pinochet tras su desafuero, y c)ver la programación cinéfila de Canal Satélite Digital y utili...

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Ayer se me murió el aparato televisor. Era de antes de la guerra (de la invasión norteamericana de Granada y Panamá, de la Operación Tormenta del Desierto y de los conflictos yugoslavos, por hablar sólo de lo nuestro) y di por buena la defunción. Al fin, sola, me dije, parafraseando a Greta Garbo, pero poco después rectifiqué. La televisión es imprescindible para: a)conocer en directo la expresión de cabestro del portavoz de Pistolas pro Amnistía; b)percatarme en directo de la depresión que sufre Pinochet tras su desafuero, y c)ver la programación cinéfila de Canal Satélite Digital y utilizar el vídeo para ver películas antiguas. Por lo tanto, me dirigí a mi tienda favorita y escogí una tele nueva.A lo largo de mi vida he comprado de todo. He adquirido camas, estanterías, ordenadores, sillas, lavaplatos, lavadoras, cocinas de gas y eléctricas, neveras, microondas, sofás, cojines e incluso jarrones. En muchas ocasiones se me ha comunicado que la entrega del encargo no podía efectuarse de inmediato, y en ninguno de esos casos mostró el dependiente gran preocupación por la demora. Otra cosa fue ayer: nunca he observado mayor expresión de pánico que la que mostró en su rostro el vendedor cuando se vio obligado a confesarme que el modelo de televisor que acababa de elegir no podrá ser entregado en un plazo inferior a ocho o diez días. El pobre tipo parecía experimentar verdadero pavor ante mi esperada reacción, terror que se trocó en incredulidad cuando le dije que no me importaba: "Hay vida más allá de la tele", me limité a comentar. "Lo siento, lo siento", insistía él, "no sabe usted cómo lo siento".

De repente adiviné, bajo el gesto atemorizado del vendedor, un substrato de airados clientes que se le enfrentan porque no soportan pasar sin televisor ni un solo día de sus vidas. Imaginé familias disueltas, divorcios, suicidios, niños asesinos, perros enfurecidos, gatos psicópatas. Alarma social, en suma.

Conforme volvía a casa, prometiéndome una feliz velada de música y lectura, sentí el estremecimiento letal de quien descubre que no conoce del todo a sus contemporáneos. Por cierto, la tienda me ha prestado una tele para que me consuele mientras me llega la mía.

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