Tribuna:

Hooligans

Ésta es una de esas veces en la que usted, como lector, juega con ventaja respecto a mí en algo francamente esencial: a la hora en que se anime a leer esta columna sabrá con todo detalle cuál de los dos equipos (Valencia o Madrid) ha ganado la liga europea de campeones. Yo, a estas horas de la madrugada, delante de un café recalentado y un silencio que reconforta y seduce, ignoro lo que sucederá en París dentro de unas horas y no quiero arriesgar en la apuesta. Pero estamos ante uno de estos fenómenos que desbordan los límites de lo deportivo y pasan a ser materia sociológica. Porque -reparen ...

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Ésta es una de esas veces en la que usted, como lector, juega con ventaja respecto a mí en algo francamente esencial: a la hora en que se anime a leer esta columna sabrá con todo detalle cuál de los dos equipos (Valencia o Madrid) ha ganado la liga europea de campeones. Yo, a estas horas de la madrugada, delante de un café recalentado y un silencio que reconforta y seduce, ignoro lo que sucederá en París dentro de unas horas y no quiero arriesgar en la apuesta. Pero estamos ante uno de estos fenómenos que desbordan los límites de lo deportivo y pasan a ser materia sociológica. Porque -reparen bien en el asunto- lo que se están jugando las aficiones, los equipos y la ciudad que cada uno representa es algo tan elevado y trascendente como el prestigio o el descrédito, el orgullo o la humillación, la soberanía o la vergüenza.Ante pasiones semejantes y empleando anglicismos que no son pan de mi gusto, los supporters pierden con facilidad la compostura y acaban siendo hooligans en manos de las circunstancias. Dicho en puro castellano: entre un hincha y un fanático que propicia y cultiva la camorra a veces sólo hay un paso o un motivo tan vano como un corte de mangas, un insulto o una simple suspicacia. Pero estos gajes del deporte que alcanzan dimensiones tan tristes como la contemplada en Copenhague hace unos días entre hinchas del Galatasaray y el Arsenal, tienen su caldo de cultivo en espacios tan cotidianos como el patio de una escuela o la cancha de cualquier polideportivo municipal. En este sentido, me asombra la actitud de esos padres que los fines de semana se disfrazan de ultras para alentar a su vástago (un ariete de seis años más pequeño que el balón) y se desesperan en la banda entre gritos, improperios y amenazas contra árbitros, entrenadores y jugadores enemigos. El fanatismo está al alcance de cualquiera, pero los niños, que buscan en el deporte valores tan olvidados como la diversión, la camaradería o el triunfo de uno mismo, asisten al penoso espectáculo de unos hooligans que al llegar a casa les dejan sin postre por no machacar al contrario, morderle la yugular y colocar su cabeza sobre la escuadra. Pero todo se andará. Educar con el ejemplo da sus frutos.

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