Tribuna:LA CASA POR LA VENTANA

Más Joyce que Orwell

No puede uno llevarse la ensaimada del desayuno a la boca en su barra preferida sin que los funcionarios que llenan la cafetería comenten a voz en grito los últimos sucesos de ese programa televisivo que se llama El Gran Hermano. Sólo había visto algún resumen de promoción, a los que tan aficionados son las cadenas televisivas, acostumbradas a ocupar media jornada anunciando lo que van a echar y otra media alardeando de lo que ya han echado, y me había sorprendido el uso oportunista en la careta del programa de ese ojo carmesí de omnipotencia copiado del ordenador neurótico Hal 9000 que con in...

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No puede uno llevarse la ensaimada del desayuno a la boca en su barra preferida sin que los funcionarios que llenan la cafetería comenten a voz en grito los últimos sucesos de ese programa televisivo que se llama El Gran Hermano. Sólo había visto algún resumen de promoción, a los que tan aficionados son las cadenas televisivas, acostumbradas a ocupar media jornada anunciando lo que van a echar y otra media alardeando de lo que ya han echado, y me había sorprendido el uso oportunista en la careta del programa de ese ojo carmesí de omnipotencia copiado del ordenador neurótico Hal 9000 que con indeleble (hasta ahora) fortuna incorporó Stanley Kubrick como protagonista mayor de su película Una odisea del espacio. Esa primera referencia visual -porque he de decir que durante muchos días cambiaba de cadena en cuanto aparecía en pantalla el rostro antropológicamente risueño de Mercedes Milá, una mujer que tiene demostrado estar dispuesta a todo en la pequeña pantalla y que, qué le vamos a hacer, me recuerda siempre algunas páginas imborrables del tratado de Darwin sobre La expresión de las emociones en los animales y en los hombres-, esa primera impostura a modo de carátula se presenta con un rótulo que alude sin timidez alguna a una de las parábolas más famosas de George Orwell, ese animoso marxista inglés del periodo de entreguerras que estuvo en Barcelona y que, no consiguiendo entender casi nada, dio en formular imprecisas profecías de improbable cumplimiento sobre la vigilancia exterior de las conciencias, muy del gusto, por otra parte, de los semiólogos crepusculares.Ya dentro de ese programa que anima la Milá con su inimitable entusiasmo de adolescente perpetua resuelta a manifestar su asombro incluso ante el hecho de que un conmutador sea capaz de encender una bombilla (¿será una seguidora oculta de Cortázar?), me pareció que el amago de sucesos que allí acontecían, ante el deslumbrado seguimiento de unos cuantos millones de telespectadores, estaba mucho más cerca del costumbrismo del Ulises de James Joyce que de la parafernalia antiautoritaria de su más o menos compatriota George Orwell, por no mencionar algunas rechiflas de sociología de la comedia cinematográfica española de los años setenta, con Alfredo Landa como sargento chusquero en calzoncillos de una tropa masculina entregada sin pudor al vouyerismo de ciertas rotundidades femeninas. Es cierto que la pasada de la Mercedes promete más de lo que ofrece, pero también lo es que al simular el encierro de un cierto número de personas durante un determinado periodo de tiempo, allí no puede ocurrir nada distinto a una crónica -que se quiere falsamente espontánea- de costumbres observada con una tenacidad de impenitente relojero. Por lo mismo que la famosa novela de Joyce naufragaba al adentrarse durante un día interminable en la conciencia de una personaje del montón, lo que le forzaba a dar cuenta de un sin fin de detalles aburridos y carentes de toda sustancia narrativa, ya que no es en la rutina doméstica, sino en su ruptura, donde se encuentran los grandes asuntos de todo relato, este macrorelato fingido que se acoge al brillo doméstico de la pequeña pantalla no tiene otra sustancia distinta a la que cualquier espectador haya integrado ya en su experiencia a lo largo de su vida. Así que lo mismo estamos ante una nueva exposición de sofá y en prime time de lo que Freud llamó lo siniestro, el reencuentro inesperado -pero el vienés no veía televisión- con una de las fuentes del temor originario. Esto es, la repetición de lo indeseado.

El interés del asunto estaría en la perversión del mecanismo que ofrece un material de segunda mano como algo que está ocurriendo entre personas reales en el momento en que usted lo está viendo, único aditivo que lo distingue de los culebrones, en los que ocurre la misma cosa, el mismo costumbrismo, la misma delectación burdamente dramatizada en los tiempos muertos, la misma proximidad previamente estuchada con un espectador al que se supone poco aficionado a cualquier facultad de discernimiento. Esta variante del docudrama por entregas sucesivas, y sus resúmenes horarios, un tanto a la manera de la información del tiempo, de El Gran Hermano, añade algo que no puede hallarse en ninguna ficción completa, en ninguna invención de escenario. Una competitividad de concurso por la cual sólo uno de sus protagonistas puede aspirar al triunfo final. Es el morbo de un concurso donde el saber sobre cultura general (¿Juan Ramón Jiménez salió a descubrir América desde Palos de Moguer?) se desplaza hacia el consenso sobre el saber estar. Casi exactamente lo mismo que la pobre Molly Bloom en las últimas páginas del Ulises doméstico de Joyce, mediante unos curiosos giros de lenguaje que en algo recuerdan a la expresión de los cautivos protagonistas de esta serie.

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