Tribuna:

El Roto feroz

Si hay algo que se aprende con el tiempo, es que los artistas no suelen tener cara de artistas. A pesar de que los ha habido y los hay propensos a la extravagancia, no es obligado, como parece creerse, que el artista vaya vestido de sí mismo, como si la originalidad hubiera que llevarla puesta.Va uno a un acto público, uno de esos actos en los que el que se considera alguien quiere dejarse ver y el que no es nadie aspira a brujulear y a ser saludado por algún poderoso, y si se queda uno en un rincón, para mirar sin ser visto, ve cómo hay periodistas que han aprendido a tener gestos de peri...

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Si hay algo que se aprende con el tiempo, es que los artistas no suelen tener cara de artistas. A pesar de que los ha habido y los hay propensos a la extravagancia, no es obligado, como parece creerse, que el artista vaya vestido de sí mismo, como si la originalidad hubiera que llevarla puesta.Va uno a un acto público, uno de esos actos en los que el que se considera alguien quiere dejarse ver y el que no es nadie aspira a brujulear y a ser saludado por algún poderoso, y si se queda uno en un rincón, para mirar sin ser visto, ve cómo hay periodistas que han aprendido a tener gestos de periodistas, a mostrarse un poco distantes de la emoción, a estar un poco de vuelta de todo; ve también uno a algunos escritores que se esfuerzan por parecer escritores, con sus despistes y también con sus comentarios necesariamente agudos; a las poetas, siempre un poco lánguidas; a los empresarios, que han aprendido a estar a diez centímetros de todos nosotros; a los políticos, que vistos en persona, fuera del telediario, parecen más pequeños, menos feroces y más pálidos. Cada uno lleva su cartel, como yo llevo el mío, supongo.

Y de pronto descubro entre todas esas caras ajenas un rostro inocente, alguien que te mira como si fuera un vecino que te cruzaras por la calle, ese vecino que un día te encuentas en una tienda y con el que empiezas a hablar, no porque lo conozcas, sino porque tiene cara de ser amigo tuyo, y uno no puede evitar la tentación de charlar con alguien que lleva esa cara por el mundo.

Sé que se llama Andrés Rábago, y curiosamente me lo encuentro con frecuencia, como si en vez de vivir en una ciudad tan grande viviéramos en un pueblo. No me cuesta nada olvidarme de que este hombre que se llama Andrés lleva dentro de sí, no sé si en la cabeza, en las manos o en el corazón, a otro individuo que se llama El Roto, y a un tercero que se llama Ops, y a un cuarto, Jonás.

Y digo que no me cuesta porque cuando él sale a la calle, cuando deja ese estudio misterioso que no he visto nunca y donde deben de cocinarse todos sus sueños, este hombre, Rábago, deja encerrados a todos esos espíritus y saca sólo de paseo a Andrés, es decir, a su yo más angelical. Si alguien espera que este hombre sereno reflexione con la dureza, con la causticidad de El Roto, va de cráneo; si alguien quiere encontrar el alma inquietante de Ops, no la hallará en los ojos de este vecino de Madrid, al que uno se encuentra como si viviera en un pueblo, como si tuviéramos tiempo para conversaciones diletantes, de esas que no van a ningún sitio.

Andrés Rábago no lleva pantalones de artista, ni camisa de artista, ni el pelo es de artistas, ni las gafas, ni tan siquiera su forma de saludarte, tan fuera de la arrogancia, tan de verdad.

Parece querer pasar inadvertido, y yo creo que si la gente no se le acerca más a felicitarle, no uno, sino todos los días, es porque o no lo reconocen o, como me pasa a mí y a tantos otros, se nos olvida que es ése a quien admiramos tanto, tanto como para buscar su dibujo implacable, para leer la frase de ese Roto feroz que nos asalta la conciencia a diario, para quedarnos pensando un rato o para decirle al primer conocido que te encuentras: "¿Has visto hoy lo de El Roto?".

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Hace ya tiempo que uno aprendió que los verdaderos artistas no van vestidos de artistas, que los más grandes son los menos arrogantes, de la misma forma que hace tiempo que uno sabe que a los más ricos no se les nota que son los más ricos porque se pueden evitar el trabajo de guardar las apariencias.

Allí, entre todo el gentío que inundaba el acto de entrega de los Premios Ortega y Gasset de Periodismo estaba Andrés Rábago, el hombre tranquilo que sólo ejerce la furia y el sarcasmo para hacer sus retratos diarios de la miseria humana.

No parecía andar buscando elogios, ni contactos, ni contactos con gente importante. Lo saludé y lo perdí entre la masa humana, y al rato me vino a la cabeza una idea a destiempo: ¿y este señor cómo es que no se ha llevado ningún premio?

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