Tribuna:

Mono

MIQUEL ALBEROLA

Mientras algunos profesionales de la subcontrata pública transportaban la cruz en procesión para aliviar su conciencia y se hacían varias llagas con el Rolex, nosotros llegábamos al estudio del lobo rabioso y libre que es el pintor Uiso Alemany con una caja de champán al hombro. También transitábamos nuestro propio vía crucis desde los procelosos accesos de Aldaia, donde uno de los hombres que más saben de la sangre de Cristo, Edmundo Ferrer, había celebrado una eucaristía en caldereta para purificar nuestras extraviadas almas y nos había saciado con su cáliz. Después de...

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MIQUEL ALBEROLA

Mientras algunos profesionales de la subcontrata pública transportaban la cruz en procesión para aliviar su conciencia y se hacían varias llagas con el Rolex, nosotros llegábamos al estudio del lobo rabioso y libre que es el pintor Uiso Alemany con una caja de champán al hombro. También transitábamos nuestro propio vía crucis desde los procelosos accesos de Aldaia, donde uno de los hombres que más saben de la sangre de Cristo, Edmundo Ferrer, había celebrado una eucaristía en caldereta para purificar nuestras extraviadas almas y nos había saciado con su cáliz. Después de atravesar el pantano urbano y de superar el retorcido laberinto de la huerta de Alboraia, llegamos a la alquería El Palomo, donde el pintor ha excavado su guarida en medio de una extensión de chufas muy femenina. Entonces hizo como si no hubiese cogido las llaves y cuando nos tuvo a todos pendientes de la situación, reclamó silencio para abrir la puerta con la misma solemnidad que si fuese a apartar la losa que tapaba el sepulcro de Jesús el Nazareno en el Gólgota. Aunque no hubo temblor de tierra ni truenos, desde el interior nos cegó una luz que provenía de la mirada de un mono plasmado en una de sus últimas realizaciones. En ese resplandor casi líquido había encerrados el reproche, la confusión, el terror y la esperanza de la oración del huerto de los olivos. El reo, a través de una mirada elocuente, pedía cuentas a lo que había hecho con él su propio resultado evolutivo. Uiso había resucitado al mono de entre los hombres. No era necesario ir a Galilea como los discípulos. Estaba allí, y a punto estuvimos de prosternarnos ante la obra y persignarnos ante ese prodigio artístico, de no ser porque urgía meter las botellas en la nevera para lanzar unas salvas de corcho por esta resurrección producida desde la secuenciación metafísica del individuo. En ese lienzo, y en otros que ya tomaban cuerpo de serie, el hombre había sido aislado de sí mismo, de sus contradicciones y de la sofisticada estructura de relaciones y servidumbres que ha desarrollado hasta convertirse en su propia jaula. La Pascua se había anticipado.

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