Tribuna:

De locos

FÉLIX BAYÓN

Un error a la hora de pulsar el botón de un portero automático te puede costar la vida. Aunque sólo tengas ocho años. Quizá resulte difícil trazar con buen pulso la frontera que separa la locura de la lucidez. Pero los vecinos de Pilar S. B., la mujer de Motril que la semana pasada apuñaló al niño Luis Miguel H. C., no tenían muchas dudas. Estaban asustados y temían que algún día "pasaría algo".

Recuerdo los locos de mi infancia en Cádiz, reivindicando el derecho a la excentricidad en un país dictatorial. Eran locos pacíficos, resistentes a las provocaciones, integrad...

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FÉLIX BAYÓN

Un error a la hora de pulsar el botón de un portero automático te puede costar la vida. Aunque sólo tengas ocho años. Quizá resulte difícil trazar con buen pulso la frontera que separa la locura de la lucidez. Pero los vecinos de Pilar S. B., la mujer de Motril que la semana pasada apuñaló al niño Luis Miguel H. C., no tenían muchas dudas. Estaban asustados y temían que algún día "pasaría algo".

Recuerdo los locos de mi infancia en Cádiz, reivindicando el derecho a la excentricidad en un país dictatorial. Eran locos pacíficos, resistentes a las provocaciones, integrados en el paisaje. Tengo, también, memoria del aullido de los internos del viejo manicomio de Cádiz, en el Campo del Sur -allí donde se descalabró el pintor Murillo-, en las tardes de levante y mar gruesa.

En mi primer trabajo como periodista, a finales de los sesenta, visité el manicomio nuevo de El Puerto de Santa María: un pequeño paraíso -al menos comparado con lo del Campo del Sur- envuelto en pinos y en el que se empezaba a poner en duda la eficacia de los electro-shocks y de la medicación de castigo.

La antipsiquiatría fue una moda que vació los manicomios. Era uno de los efectos del agitado 1968, un año en el que se pusieron en duda muchos valores -en su mayor parte obsoletos- hasta entonces considerados indiscutibles. Sacar los locos a la calle tenía algo de revolucionario. Era una toma de la Bastilla: la liberación de los prisioneros de la sociedad de consumo.

Pero, desgraciadamente, no todos los locos eran tan pacíficos como Carlos el de la Legión o Marchena Picuíto, náufragos de un Cádiz que les toleraba, al menos, el derecho a ser diferentes en un mundo gris. Sacando los locos a la calle, los antipsiquiatras se quitaban un problema de encima, pero se lo endosaban a las familias o a la sociedad.

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Hace unos meses, en Málaga, al final de una conferencia, me vino a ver el padre de un esquizofrénico descontrolado y violento. En la mirada de aquel hombre había miedo y una expresión de derrota que sólo se puede ver ya en las fotos en blanco y negro de los vencidos en la guerra civil o en las imágenes de televisión de los pueblos que son víctimas de sangrientos ajustes de cuentas históricos.

Pero, a veces, ni siquiera existe una familia que garantice el suministro de la medicación que palie los efectos violentos de la enfermedad. Hay sólo vecinos aterrados, como los de esa mujer de Motril que se hacía llamar La bruja negra y que dio una atinada puñalada en el corazón a un niño de ocho años que equivocó el timbre del portero automático.

He echado de menos la opinión que de este asunto tienen los responsables del SAS. Me cuentan que a estas alturas sigue haciendo estragos la antipsiquiatría y que, además, las razones presupuestarias otorgan méritos a los responsables sanitarios que logran acortar las estancias hospitalarias de los enfermos psiquiátricos.

En psiquiatría sigue habiendo pobres y ricos. Los ricos pueden mandar a sus locos a hospitales privados. A los pobres y a los vecinos de los pobres no les queda más remedio que aguantarse. De todo esto, por lo visto, ni el Gobierno andaluz ni la oposición tienen nada que decir.

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