Tribuna:

Sí, Semana Santa

Se ve estos días por la calle a mucha gente con bolsas y capirotes, el capirote todavía vacío y la túnica de la procesión en la bolsa. Aún no ha metido nadie la cabeza en el capirote y ya suenan las bandas de música y se acerca la fiesta: noches sin dormir y turbas en los bares, rodando barriles de cerveza y vasos de plástico. Otra vez llegará pronto el desfile de los encapuchados. Ya oímos desde la tribuna el teatro móvil de los pasos y los tronos y todo su santo dolor, orejas cortadas por San Pedro, vírgenes traspasadas por puñales, cristos azotados y cargados con la cruz y crucificados. En ...

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Se ve estos días por la calle a mucha gente con bolsas y capirotes, el capirote todavía vacío y la túnica de la procesión en la bolsa. Aún no ha metido nadie la cabeza en el capirote y ya suenan las bandas de música y se acerca la fiesta: noches sin dormir y turbas en los bares, rodando barriles de cerveza y vasos de plástico. Otra vez llegará pronto el desfile de los encapuchados. Ya oímos desde la tribuna el teatro móvil de los pasos y los tronos y todo su santo dolor, orejas cortadas por San Pedro, vírgenes traspasadas por puñales, cristos azotados y cargados con la cruz y crucificados. En la Última Cena, el cuadro que más sintoniza con el alma bebedora y comedora de la multitud, la torva bolsa de Judas el Traidor basta para derramar sobre los comensales una pesadumbre de velatorio.En primavera la juerga y la pesadumbre firman la santa alianza: extraordinarias noches sin dormir, cuadrillas de amigos y amigas y enamorados, y el reino de las sombras que avanza por la calle, penitente tras penitente, algunos con gafas pero todos con la cara igual, todas las máscaras iguales, aunque no los zapatos: uno mira los zapatos y vuelve a descubrir la variedad del ser humano. Está en los zapatos la genuina cara del penitente. Máscara significa rostro falso que da miedo, pero no transmiten miedo estos enmascarados, sino cierta solemnidad, el poder que una identidad secreta y humilde concede, o sólo el aura de quien lleva una vela encendida y horas sin hablar mucho y sin verse la cara.

La muerte y la fiesta son buenas amigas por tradición. He leído estos días una novela de Ariel Dorfman, La nana y el iceberg, que tiene como protagonistas a un iceberg de la Antártida, atracción chilena en la feria universal sevillana de 1992, y a un Don Juan moderno llamado Cristóbal Mckenzie, que ha jurado hacer el amor con una mujer distinta cada día durante 25 años. Hay días en que se le echa encima la hora y la apuesta está a punto de ser perdida. ¿Qué hace Mckenzie en estos casos, cuando todas las mujeres parecen haber desaparecido del mundo? McKenzie consulta en el periódico las esquelas mortuorias y asiste a velatorios de desconocidos. Siempre encuentra fiesta cerca de la muerte.

: o es inusitada, parece algo absolutamente comprensible y racional la celebración del dolor en el buen tiempo. Magnífica celebración: el sol encenderá las lágrimas de cristal de la Virgen que acaba de salir de su iglesia, la lluvia nocturna apagará las velas y resonará en el cartón de los capirotes, pero, antes de que huyan los penitentes recogiéndose las faldas, los músicos tocan una música húmeda, de kleenex, o chillona, casi de luminosa plaza de toros. Es la repetición de la infancia, ese gusto por la repetición, por los uniformes: como páginas de estampas de fútbol pasan los colores de las cofradías. Ha llegado la hora de la copa en común y la extrema soledad de las plegarias detrás de algún dios de los desamparados. Nunca hubo tantos desamparados juntos. El deseo que se le pide a Dios todos los años coincide con los deseos de este instante: una cerveza y un plato de almejas.

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