Tribuna:

La lógica hidráulica

Después de unos días de tregua, subsiguientes al acuerdo entre el PSOE e IU, ha vuelto a caracolear por el escenario electoral el contencioso de la Constitución. Almunia dice unas cosas, y Aznar otras, y al fondo, dominando o rectificando lo que uno y otro dicen, está la realidad. Y la realidad, desde mi punto de vista al menos, y creo que desde el punto de vista de muchos votantes también, es que no se está recorriendo ningún camino que prometa sacarnos perdurablemente del laberinto. Represéntense si no el siguiente cuadro, por ningún concepto descartable: el de un empate entre el PP y la izq...

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Después de unos días de tregua, subsiguientes al acuerdo entre el PSOE e IU, ha vuelto a caracolear por el escenario electoral el contencioso de la Constitución. Almunia dice unas cosas, y Aznar otras, y al fondo, dominando o rectificando lo que uno y otro dicen, está la realidad. Y la realidad, desde mi punto de vista al menos, y creo que desde el punto de vista de muchos votantes también, es que no se está recorriendo ningún camino que prometa sacarnos perdurablemente del laberinto. Represéntense si no el siguiente cuadro, por ningún concepto descartable: el de un empate entre el PP y la izquierda. Bastaría que se verificase este resultado, para que Pujol se convirtiera de modo casi inevitable en árbitro de la situación. ¿Qué significa lo último, exactamente? Lo grave, lo inquietante, es que nadie lo sabe, ni aún siquiera el propio Pujol. Pongamos que CiU, aparte de otras rebajas, exige un trato fiscal para Cataluña que deje a ésta en una situación un poco en la línea de la que disfruta ahora el País Vasco. Sobre el papel, el partido nacional que quisiera ganarse sus favores respondería con un "sí" o un "no". Sobre el papel igualmente, habría echado cuentas tiempo atrás, y sabría qué es lo que se juega si dice que sí. En particular, uno querría creer que la respuesta sólo sería afirmativa bajo estas dos condiciones: que el resto del Estado siga siendo financiable sin mengua grave para nadie, y que existan garantías racionales de que otras autonomías -por ejemplo, la valenciana y la balear- no reclamarán a su vez una dispensación fiscal equivalente a la de Cataluña. Bien, ¿se han echado esas cuentas? ¿Tenemos los votantes razones suficientes para confiar en que ni PSOE ni PP fueran a cometer, en un aprieto o crujía del corte del que se produjo en el 96, una ligereza de consecuencias ingratas? Malicio... que carecemos de fundamento para un optimismo desmesurado. Y de aquí concluyo que existe un abismo penoso entre la retórica oficial y las constricciones a que, en la práctica, se halla sujeta la política diaria. Ese abismo es clamoroso en el caso del PSOE, el cual, hace apenas un mes, estaba haciendo cucamonas y arrumacos a los nacionalistas. Pero lo es también en el caso del PP. El conservadurismo constitucional de Aznar, acertado a mi parecer en lo que se refiere al País Vasco, no inmuniza al Estado contra las tácticas más inteligentes del nacionalismo convergente. Cuestiones fiscales aparte, están las cincuenta o sesenta leyes cuya "reorientación" está postulando ya el Presidente de la Generalitat. ¿Considerarían los populares compatible esa reorientación con una interpretación rigurosa del texto constitucional? Cualquier respuesta firme pecaría de prematura, entre otros motivos, porque no resulta hacedero adelantar dónde pondría el listón un PP que se viera en una posición auténticamente comprometida. ¿Qué hacer entonces? ¿Entregarse a la elegía y la jeremiada patriótica?No: ésas serían actitudes esteticistas, y por lo mismo, políticamente irresponsables. Resulta más útil, más decoroso, intentar una comprensión sincera de lo que nos ha colocado donde ahora nos hallamos. Me explico... Hasta la fecha y sin excepción, las relaciones entre Madrid y los nacionalistas se han visto dominadas por un prejuicio, por así decirlo, hidráulico. Ambos concebían la Constitución como una suerte de tanque del que se podía extraer líquido o fluido con objeto de engrasar ad hoc las tuercas y engranajes de la política nacional. La periferia pedía agua para su huerto, y Madrid la administraba según precisara o no el apoyo de los nacionalistas. Esto vale tanto para la cesión de competencias compatibles con el diseño original de los constituyentes, como para aquéllas otras de género dudoso, o por lo menos epiceno. Pero lo importante, en fin, es la índole finita del proceso. Habrá un punto -estamos rozándolo- en que el tanque se quede vacío, y a partir de entonces sólo dispondremos, en esencia, de dos alternativas: o la de imprimir a la Constitución una deformación topológica que en circunstancias normales no se estimaría de recibo, o la de proceder lisa y llanamente a su reforma.

Situémonos, para simplificar, en la segunda hipótesis. En teoría, no hay nada malo, o necesariamente malo, en que se reforme la Constitución. Pero el problema no es ése, sino la persistencia de la lógica hidráulica. Reformar la Constitución en el entendimiento implícito de que resultará menester volverla a reformar cuando falte agua para el riego periférico, no es reformarla en rigor, sino suministrarle matarile en dosis sucesivas. Ello rige para cualquier proyecto de reforma constitucional que se haya pergeñado con ánimo de tomar un poco de viento y salir del apurón. Rige, por ejemplo, para los proyectos federales de los socialistas, en la medida en que se conciban como un gesto dirigido a quienes se sienten estrechos o incómodos dentro de la carta pactada en el 78. Yo me daría con un canto en los dientes si tuviéramos un Estado Federal, un Estado en que estuvieran bien dibujadas las atribuciones del centro y de las unidades a él subordinadas, y donde el principio de subsidiariedad se aplicara sin reservas, aunque dentro de un espíritu de lealtad a las reglas de juego comunes. Es obvio, sin embargo, que la federalización no detendría por fuerza la lógica hidráulica, y que sólo sería aceptada por los nacionalistas si se interpretase como un paso más hacia una suerte de confederación. Que es lo mismo que decir que sería imprudente que la federalización se propusiese en un clima de connivencia con quienes, conforme resulta de sobra notorio, son todo menos federalistas. Recuperar la estabilidad conlleva, en fin, romper la lógica hidráulica, la cual tiende, por motivos elementales de gradiente, a impulsar la centrifugación del Estado. Ahora bien ¿cómo atinar con el abracadabra o la fórmula curativa?

Se ha señalado que es escandaloso que los dos grandes partidos no hayan alcanzado todavía un acuerdo para evitar concesiones que puedan alterar, o enrarecer, la lectura de la Constitución. Esta reflexión sigue siendo válida, y no por razones de españolismo recalcitrante sino de puro sentido común. Lo que se refiere a la Constitución afecta al largo plazo y a los intereses generales, y resulta por tanto perverso supeditarlo a contingencias del momento o en beneficio de una formación concreta. Pero el pacto para desistir de acciones unilaterales, con ser recomendabilísmo, concierne exclusivamente a la política ordinaria, y no rompería la lógica hidráulica sino que, a todo tirar, la bloquearía durante un tiempo. Invertir la lógica hidráulica desde dentro exige un esfuerzo de carácter más conceptual que inmediatamente ejecutivo: implica dejar de representarse España como una cantidad menguante, o precariamente preservada por el voluntarismo meritorio de algunos partidos, y preguntarse hacia dónde queremos ir, o mejor, si queremos ir hacia donde parece que estamos yendo.

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Esta es la interrogación que ya no podemos eludir por mucho más tiempo. Ésta es la interrogación que hay que hacerse, sin remilgos y con soberana independencia de las improvisaciones, intercadencias y salidas de tono a que son propicios los mensajes en una sazón electoral. Franqueado este umbral, sicológicamente trabajoso, cabría rematar la faena con una operación de virtudes profilácticas innegables: la de mirar de frente la realidad, incluídos ciertos futuribles de los que ahora no es políticamente correcto hablar. Ello significa que deberíamos estudiar los costes efectivos, o al menos presumibles, de modelos de Estado alternativos al actual. Todos los españoles, sin importar la autonomía de que provengan, necesitan saber cuál sería su situación en un Estado fragmentado o más pequeño que el de ahora: qué iba a pasar con las pensiones, qué con los mercados, qué con los subsidios, y también qué con Europa. Esto no lo pueden acometer directamente el PSOE o el PP, por motivos obvios. Pero sería bueno poner en marcha, en los aledaños de los partidos o por quienes siguen con curiosidad la cosa pública, un sistema de averiguación de los hechos, para la información y buena inteligencia subsiguientes del ciudadano. En el mejor de los casos -desde mi perspectiva, por supuesto-, muchos españoles que ahora ejercen un nacionalismo quizá apresurado descubrirían que el agrietamiento progresivo del Estado tampoco les va a salir a ellos gratis. Y a lo peor se dispondría de datos y elementos de juicio para intentar una aproximación a lo que en teoría económica se conoce como "decisión racional". Controlaríamos mínimamente nuestro destino, lo que siempre es mejor que enfrentarse de bóbilis bóbilis a un Estado implosionado. Quedarse uno sin estudios porque comprueba que carece de vocación, o que no está en grado de costeárselos, puede resultar triste desde determinado punto de vista. Pero perder una carrera porque se ha dejado pasar la fecha de matriculación, no tiene perdón de Dios. De lo que se trata, precisamente, es de evitar un desliz de este tipo.

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