Tribuna:

Fechas

LUIS GARCÍA MONTERO

Hemos doblado ya la mitad del mes de febrero y todavía no me acostumbro al año 2000. No quiero decir que la entrada en el nuevo milenio haya supuesto para mí un problema ideológico, una desazón intelectual o religiosa. Me refiero únicamente al aspecto superficial de este dos con su corte neutra, disciplinada y abstracta de ceros. Más que una fecha, el año dos mil sigue pareciéndome un número, un simple número, el resultado de una operación matemática, la cifra que uno se encuentra en el cuaderno de un colegial, en los billetes rojizos del Banco de España, esos que ev...

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LUIS GARCÍA MONTERO

Hemos doblado ya la mitad del mes de febrero y todavía no me acostumbro al año 2000. No quiero decir que la entrada en el nuevo milenio haya supuesto para mí un problema ideológico, una desazón intelectual o religiosa. Me refiero únicamente al aspecto superficial de este dos con su corte neutra, disciplinada y abstracta de ceros. Más que una fecha, el año dos mil sigue pareciéndome un número, un simple número, el resultado de una operación matemática, la cifra que uno se encuentra en el cuaderno de un colegial, en los billetes rojizos del Banco de España, esos que evocan la tarea científica de José Celestino Mutis, o en una lista de precios. Cuando lo veo en la primera página de los periódicos, cuando lo escribo al inicio de una carta o al final de la dedicatoria de un libro, el año 2000 se me queda delante de los ojos a muchos kilómetros sentimentales de distancia, como un invitado de plástico, como un ser pulido, demasiado higiénico por inexistente.

Las fechas suelen tener el abolengo comunicativo de los sucesos. Igual que el agua del mar va matizando el cuerpo de las barcas, igual que la madera deja en el vino la herencia de los años, la Historia pasa por los números, desgasta sus curvas y sus aristas, nutre imaginativamente la bodega de su implacable existencia denotativa. Un número se convierte en fecha cuando carga los hombros de la exactitud con el peso ambiguo y radical de las sugerencias. Estábamos muy acostumbrados a tratar con el milenio y con el siglo anterior, por lo que resultaba fácil que las fechas nos atraparan sin demasiado esfuerzo en los laberintos emocionales de la memoria. Bajo el año 1300 late un rumor de conventos, de supersticiones y miedos combatidos por la seguridad monótona del canto llano. Detrás del año 1500 se levantan con facilidad las paredes armónicas de los palacios renacentistas, la belleza desnuda de los cuerpos dibujados por el humanismo y la palabra íntima de Garcilaso. En el teatro dispuesto por el año 1700 aparecen pensadores ilustrados con peluca y revolucionarios que cantan a la libertad junto a las orillas del Sena. La Historia abrió en el año 1900 la puerta a un vertiginoso cajón de sastre, una velocísima contradicción de tiempo, con sus milagros científicos y sus campos de exterminio, con sus viajes espaciales y sus miserias prehistóricas. A causa de esta huella sentimental, la distancia sugerida por las fechas no respeta las proporciones matemáticas. Entre 1931 y 1941 hay una lejanía de muchos kilómetros mentales, más allá de cualquier posible cuenta.

El año 2000 es todavía un número, le falta la profundidad emocional de las fechas y cae sobre las páginas de los periódicos o bajo las dedicatorias de los libros con una rareza de plástico. No tardará la marea de la Historia en alcanzar el vientre redondo de sus ceros, imponiendo una marca de flotación, una confianza familiar de palabras usadas y de zapatos cómodos. Entonces, cuando se convierta en fecha, existirá humanamente el año 2000. Aunque bien pensado, quizá sea más piadoso dejar por un tiempo que el dos y los ceros vivan en su limbo de nieve, en su paraíso de abstracciones y cálculos. Da miedo pedirle a cualquier número que ponga un pie en nuestra Historia.

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