Tribuna:

Ni mucho ni poco: lo justo

Decía Kant que la estructura universal de la percepción se ordena en escalas graduadas. En el trabajo intelectual, los dos extremos de esta escala son, por arriba, saber lo que se dice y, por abajo, hablar de oídas. En la escritura de artículos periodísticos, la escala correspondiente se extiende desde la verdadera divulgación de ideas generales, hasta la diseminación superflua de lugares comunes. Cuando alguien aventa lugares comunes, no siempre se debe a que habla de oídas, sin embargo. La estrategia de un artículo de periódico es compleja, y lo que uno entiende por buena divulgación es igua...

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Decía Kant que la estructura universal de la percepción se ordena en escalas graduadas. En el trabajo intelectual, los dos extremos de esta escala son, por arriba, saber lo que se dice y, por abajo, hablar de oídas. En la escritura de artículos periodísticos, la escala correspondiente se extiende desde la verdadera divulgación de ideas generales, hasta la diseminación superflua de lugares comunes. Cuando alguien aventa lugares comunes, no siempre se debe a que habla de oídas, sin embargo. La estrategia de un artículo de periódico es compleja, y lo que uno entiende por buena divulgación es igualmente relativo, En suma, uno debe jugárselas en la búsqueda del equilibrio, y para eso sólo contamos con nuestro propio juicio.Desde cualquier punto de vista, el artículo de Savater sobre las stock options [Poco y demasiado, publicado el viernes 14 de enero] no parece haber encontrado ese punto justo entre lo poco y lo mucho. Desde luego, sólo da aliento y vuelo a los más inexactos lugares comunes que la tradición católica ha forjado sobre Calvino. Destino terrible el de ser perseguido durante siglos, el de ser marginados y destruidos sus escasos seguidores hispanos, y además resultar culpable de las prácticas de los directivos de la Telefónica privatizada. Y no sólo eso: Calvino, teórico de la ley natural formal que fundamenta la democracia, responsable del republicanismo moderno, primer teórico de la separación de poderes, inspirador de todos los que han resistido los poderes absolutos en la modernidad, elemento último de las revoluciones holandesas, inglesa y americana, es presentado por Savater como el más antipático de los maestros de la moral y además como el repelente dictador ginebrino, que santificó la utilidad del dinero para amasar capital y que predicó el evangelio de los especuladores. Ni un solo texto de la Institución Cristiana, como es lógico, puede fundar estas afirmaciones.

No reto a Savater a un ejercicio de filología. Desde luego, la cuestión es diferente. Es una cuestión de honestidad intelectual. Que después de cinco siglos estemos repitiendo los lugares comunes de la propaganda católica del sigloXVI es desde luego lamentable. El tomismo y el aristotelismo, omnipotentes en España, no impidieron que éste fuera uno de los países más pobres de Europa. Pero también es una cuestión ética. Porque si no se identifica lo que significa la revolución calvinista, no se está en condiciones de entender prácticamente nada de lo que es el hombre moderno; a saber: ante todo, un profesional que hace de su trabajo el sentido básico de su existencia y criterio final de salvación.

Para valorar el significado de Calvino, Savater echa mano de Max Weber. Pero lo hace como otro lugar común. Pues si uno se adentra un poco por Las sectas protestantes y el espíritu del capitalismo, se da cuenta de que lo específico del espíritu calvinista está en intentar probarse a sí mismo como elegido no sólo mediante la producción de una obra bien hecha, sino mediante la ordenación de una vida completa. Esa prueba de sí es lo que alentó el sentido profesional, la especialización, el trabajo concienzudo y constante, la dignificación por la profesión, la independencia civil, la vinculación libre a una tarea de por vida, la autorrestricción ascética, todas esas actitudes sin las que el capitalismo moderno no existiría. Por eso el calvinismo despreció el capitalismo irracional, azaroso y especulativo, tanto como el capitalismo político, oportunista y avaricioso, que se basaba en el uso ventajoso de las prebendas del poder, en el mercantilismo, en el monopolio de las licencias del Estado. Estos últimos capitalismos han existido allí donde hay hombres organizados en poder y surge del más directo afán de riqueza y de la pasión de la avaricia, de la insolidaridad y de la mezquindad de alma. Por el contrario, el calvinismo moderó el afán salvaje de riqueza y consideró legítimo lo que se podía conseguir por el trabajo, racionalizó ese espíritu encaminando el trabajo a lo que podía dar una solución barata para cubrir las necesidades del prójimo y, finalmente, moderó ascéticamente el disfrute de los beneficios porque la prueba sólo tenía sentido si llegaba hasta el final de la vida y porque sólo así se podía mantener vivo el combate por saberse elegido con certeza. Por eso, con frecuencia, en los círculos calvinistas, esa riqueza, ganada en un combate exclusivamente individual, regresaba a la comunidad, porque en el fondo los frutos no tenían tanto valor para la salvación como acreditarse en la constancia. Así surgió la costumbre de los legados. Uno puede ir por Estados Unidos de extremo a extremo del país reconociendo las huellas de las donaciones de personas que creyeron en este tipo de hombre. España, un país sin calvinismo, no ha conocido esta costumbre y ha confundido siempre la generosidad con la desesperación.

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Cómo perdió el capitalismo estas premisas culturales y religiosas es una larga historia que pasa por la emergencia del utilitarismo y del mecanicismo, del capitalismo nacional y del imperialismo. A pesar de todo, la historia del capitalismo tiene dos vertientes. Por una parte, los teóricos como Adam Smith, los metodistas, los cartistas, los primeros socialistas, incluso el calvinista Carlyle, poco a poco se dieron cuenta de que era más importante el trabajo que el capital y contribuyeron a fundar el movimiento obrero inglés, el más sensato y consciente. Marx no habría pensado sin ellos. Por otra, creció con las nuevas formas políticas nacionales un capitalismo ajeno a la organización del trabajo racional, libre y productivo, y basado en las prebendas políticas del Primer Imperio, del Segundo Imperio, de todos los imperios, que fueron naturalmente aprovechadas por los parvenus de todas partes, como ese Soros que Savater cita, obviamente sin el menor escrúpulo, sin el menor espíritu de solidaridad, sin el menor ánimo de servicio a su sociedad y a su gente.

Así que Savater, curiosamente, al denunciar las stock options -en lo que coincidimos, desde luego- está usando argumentos calvinistas. Que los ponga en la línea de la tradición aristotélica y tomista es una paradoja: pues esta tradición, la de la economía de la casa y la de la riqueza orientada a la caridad y la sopa boba, no ha producido sino pobreza y miseria allí donde se ha impuesto. Que el Estado de bienestar tenga su origen en los países protestantes, que el sentido de la democracia haya generado allí sociedades sólidas, justas, equilibradas, -siempre según los grados de la escala, naturalmente-, que haya permitido la existencia de la división de poderes en todos los sentidos, que haya roto con el patrimonialismo, todos estos detalles deberían haberle inducido a pensar a Savater que ni el protestantismo, ni el calvinismo, son esa predicación de enriquecerse como sea y tener buena conciencia. Si alguien introdujo en el mundo la sospecha permanente acerca de si cumplimos bien con nuestro deber, ése fue el calvinismo. Por cierto, también Calvino ofreció como una de sus recomendaciones preferidas no hablar de oídas. Lo que alentó la obra de Max Weber fue, desde luego, una nostalgia, que comparto, por el tipo humano que crearon estos héroes de la modernidad y de la democracia europeas. Y cada vez que se quieran extraer energías éticas del fondo de ese pozo europeo, habrá que beber de este espíritu, lo reconozcan o no, como en este caso le sucede a Savater.

José Luis Villacañas Berlanga es catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia y director de la Biblioteca Valenciana.

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