Tribuna:

Claroscuro

De tanto hacer versiones, el mito se ha convertido ya en parodia o en viñeta moral y apenas logra conmovernos: un viejo (llámese Fausto o Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia) que vende su alma al diablo o al peluquero para recuperar la juventud y, con ella, las pasiones de entonces. Condición inexcusable, claro está, es que el viejo sea sabio, para mostrar ejemplarmente qué poco vale la sapiencia cuando en el horizonte vital aparece de nuevo y a deshora la ilusión juvenil de la aventura y el amor.De lo que, sin embargo, poco o nada se ha escrito es de la historia más realista y...

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De tanto hacer versiones, el mito se ha convertido ya en parodia o en viñeta moral y apenas logra conmovernos: un viejo (llámese Fausto o Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia) que vende su alma al diablo o al peluquero para recuperar la juventud y, con ella, las pasiones de entonces. Condición inexcusable, claro está, es que el viejo sea sabio, para mostrar ejemplarmente qué poco vale la sapiencia cuando en el horizonte vital aparece de nuevo y a deshora la ilusión juvenil de la aventura y el amor.De lo que, sin embargo, poco o nada se ha escrito es de la historia más realista y humilde, y también intrépida a su modo, del hombre aún joven que un día decide convertirse en viejo, en parte para tomar un atajo hacia la serenidad y la sabiduría que a veces traen los años, pero sobre todo para descansar de las fatigas laborales y gozar de las ventajas que otorga la vejez precisamente cuando no han llegado todavía los achaques y ese disfrute puede apurarse a tope y por muy largo tiempo.

Antes, cuando la legislación al respecto era aún imprecisa, podía cruzarse la frontera entre las edades con mucho más desenfado que hoy. Si uno observaba atentamente a los grupos de viejos que se instalaban a media mañana en las plazas y parques de las ciudades y los pueblos, no era raro descubrir que entre ellos se había infiltrado un impostor. Todo debía de acontecer con una suerte de fatalidad semejante a la de los procesos naturales. Se trataba de un hombre maduro, pero de ningún modo anciano, alguien que andaba alrededor de los cincuenta, y a veces aún más joven, y que después de una época de desidia y de cultivar algunas dolencias leves o simplemente imaginarias, un día se agenciaba al fin una garrota y unas zapatillas de paño, se sentaba en la plaza cerca de otros viejos, pero todavía no mezclado con ellos, y adoptaba un aire manso y patriarcal. Un día y otro día iba adquiriendo sus derechos y haciendo alarde de experiencia. Repartía consejos, picardeaba a las mujeres, pronosticaba el tiempo, ejercía a ratos la sátira moral, teorizaba sobre el espíritu de la época, decía saber de buena tinta que cualquier día China conquistaría el mundo, evocaba pasajes decisivos de la Guerra Civil ilustrando la estrategia en el suelo con su bastón de mariscal y a los niños que salían de la escuela les cantaba La Tarara con una letra procaz de su propia invención. Luego rifaba entre ellos, con mucha ceremonia, una nuez, un diente de dragón, una peseta antigua y otras cosas que extraía de los bolsillos ya sabiamente holgados por el uso, y donde parecía guardar un caudal inagotable de cachivaches desparejos y absurdos. Poco a poco iba ganando privilegios, haciendo verosímil su nueva condición, desplazándose hacia el grupo oficial de viejos, hasta que finalmente era admitido entre ellos como uno de los suyos. En adelante, sin ponerse de acuerdo, quizá sin darse cuenta, hasta los conciudadanos de su misma edad pasaban a respetar su rango y a llamarle de usted. La comunidad había dado por buena su vejez prematura.

Ahora uno, que ya va teniendo la edad de aquellos ingeniosos pícaros menores, comprende muy bien el impulso idílico de echarse a un lado del río voraginoso de la vida para gozar desde allí del espectáculo sin participar en sus contiendas. Como algunos pioneros de la bohemia, que para escenificar su apartamiento del mundo burgués, al que pertenecían de cuna, no tuvieron sino que subir las escaleras e instalarse en las buhardillas en que había habitado hasta entonces su propia servidumbre, de modo que se marginaban sin necesidad de cambiar de barrio y a veces ni siquiera de inmueble, así también hay días en que uno quisiera vivir en la ambigüedad de esa frontera donde la ilusión es ya un poco real y la realidad un poco ilusoria, donde se puede ser testigo sin llegar a ser cómplice, rehusar sin renunciar del todo, dar sólo los primeros pero solemnes pasos hacia un largo viaje que concluirá felizmente en la esquina más próxima. Siempre me ha conmovido esa épica de los grandes gestos que se quedan apenas en la promesa de una acción magnífica, y que dejan en el aire el trazo nítido del sueño que estuvo a punto de cumplirse.

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Hay en mi barrio un hombre que vive en un banco público, siempre el mismo, desde hace más de treinta años. Unas bolsas de plástico y una caja de herramientas asegurada con un cadena a la pata del banco contienen todas sus propiedades. Es un hombre alto, fuerte, digno, con un aspecto siempre decoroso, que al parecer un día decidió marcharse de casa para instalarse en la calle, a la intemperie, y no por problemas económicos, porque él es un buen fontanero y tenía un buen trabajo, sino por uno de esos impulsos secretos y apremiantes que el corazón no puede desoír. Vivía justo enfrente de lo que ahora es su nuevo hogar, de modo que sólo tuvo que cruzar la calle para tomar posesión del banco que habría observado muchas veces desde su casa, desde el saloncito de estar, con la melancolía del exiliado que recuerda su patria. Debió de sentir en algún momento el horror y el vértigo a envejecer en ese saloncito de estar cuando afuera estaba esperando la libertad, los días aligerados de sillones y responsabilidades, y acaso también de tedio conyugal: una existencia clausurada en la flor de los años, unos treinta, que son los que él tendría entonces, cuando decidió atravesar la calle y cambiar el saloncito por el banco. Lo veo muy a menudo, casi todos los días, y ahí está siempre, paseando bajo una marquesina, o sentado junto al petate plastificado que le sirve de lecho. Da la sensación de que continúa en el saloncito, evocando de nuevo un ideal inalcanzable.

Quizá en el fondo de ese anhelo privado late la nostalgia de una sociedad sedentaria que añora sus tiempos primitivos de nómada. Ese hombre es un vagabundo sedentario, un aventurero estable, alguien que vive también en la indefinición de la frontera. En el elogio que hace Italo Calvino de la levedad, nos habla de lo que el mundo tiene de denso, de pesado, de opaco. Ese carácter pétreo él lo compara a la Medusa mítica, a la que Perseo le corta la cabeza sobrevolándola con sus sandalias aladas. Para evitar su mirada mortal, no la encara de frente, sino a través de un escudo de bronce, que refleja su imagen. De la sangre de la Medusa nace un caballo alado, Pegaso, y así lo pesado se convierte en ligero.

No se trata de rehuir lo que el mundo tiene de real y hasta de monstruoso, sino de flotar sobre él y mirarlo a través del espejo. Porque es en esa línea difusa que hay entre el sueño y la vigilia, entre lo que se desea y lo que se alcanza, entre lo denso y lo liviano, donde mejor se define y abarca esa cosa misteriosa que a falta de mejores palabras llamamos realidad. Ni joven ni viejo, ni nómada ni sedentario, ni burgués ni bohemio: hay días en que uno quisiera establecerse en ese punto, para descansar de los dogmatismos y sobre todo de las propias contradicciones.

Luis Landero es escritor.

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