Tribuna:

Apocalipsis

FÉLIX BAYÓN

Dentro de pocas horas tendremos la oportunidad de comprobar si erraban o no los agoreros que vaticinaban poco menos que el fin del mundo por culpa de la mala cabeza de unos informáticos que no supieron prever a tiempo eso que se ha llamado efecto 2000.

Acabamos el siglo más innovador -y también el más depredador- de nuestra civilización con un barrunto de apocalipsis bastante chungo. Nuestra fantasía del fin del mundo no viene acompañada de llamas devastadoras ni de infernal trompetería: toda la hecatombe que tememos es que un cajero automático se trague nuestra tarje...

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FÉLIX BAYÓN

Dentro de pocas horas tendremos la oportunidad de comprobar si erraban o no los agoreros que vaticinaban poco menos que el fin del mundo por culpa de la mala cabeza de unos informáticos que no supieron prever a tiempo eso que se ha llamado efecto 2000.

Acabamos el siglo más innovador -y también el más depredador- de nuestra civilización con un barrunto de apocalipsis bastante chungo. Nuestra fantasía del fin del mundo no viene acompañada de llamas devastadoras ni de infernal trompetería: toda la hecatombe que tememos es que un cajero automático se trague nuestra tarjeta de crédito o que una insensata tostadora se niegue a obedecernos a causa del estupor que le produzca confundir el año 2000 con 1900.

En este siglo hemos acabado con muchísimos misterios, hemos ido derrotando enfermedades hasta empezar a creer que la inmortalidad es algo posible, nos hemos lanzado a los espacios para compensar que ya no quedara rincón de la tierra sin descubrir... Curiosamente, tanto hallazgo nos debería de haber hecho más soberbios.

Como los que dejan encargadas las pompas que habrán de rendírseles después de la muerte, podíamos haber soñado un fin del mundo espectacular, a la medida del poderío del siglo XX, un apocalipsis que convirtiera en ridículos todos los terrores imaginados anteriormente. En cambio, nos hemos conformado con una catástrofe venial y doméstica como el efecto 2000, que pretende asustarnos con la rebelión de la tostadora y del cajero automático. No somos nadie.

Quizá sea que el paso del tiempo nos ha dejado de impresionar. Superamos la barrera del 2000 y al final de las agendas que acabamos de estrenar ya aparecen los primeros días de ese año de ficción, el 2001 de Kubrick y Clarke. Lo hacemos tan decepcionados ya por otras fechas legendarias que presentimos el desengaño y hasta lo vivimos por anticipado.

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No hace tanto que comprobamos que las profecías a las que Orwell puso la fecha de 1984 eran una gran exageración. Hace más de treinta años, cuando el 2001 de Kubrick llegaba a los cines, hubo quienes creyeron que la más incierta profecía de la película era la pervivencia, a tan largo plazo, del sistema capitalista.

Sin embargo, de aquel filme lo único hoy verosímil es la longevidad de las marcas que aparecían en él. Empresas como IBM o Hilton llegan bien sanas al nuevo siglo. En cambio, es improbable que de aquí a un año nos encontremos un ordenador con tan mala leche como el HAL de 2001. Lo peor que nos puede pasar, ya digo, es que una tostadora nos salga respondona.

Aquí, en Andalucía, tuvimos, no hace mucho, un año mítico que durante la espera nos pareció inalcanzable. Una vez escuché a mi amigo Alejandro V. García decir que sólo fue consciente de su existencia el día en que vio una lata de sardinas que tenía 1992 como fecha de caducidad. El recuerdo de ese año aún nos sigue acompañando: fue el año de la Expo, pero también el año de los agravios comparativos para otras ciudades andaluzas y el de los escándalos sin resolver que de vez en cuando saltan perezosamente a las páginas de tribunales de los periódicos.

No es cuestión apuestas, pero estoy seguro que el efecto 2000 no traerá tanta cola como el efecto 1992.

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