Tribuna:

Maragall y la subsidiariedad

La visita de Pasqual Maragall a tierras valencianas fue un soplo de aire fresco en medio de tanta inmundicia de la política local. Porque, convengamos que, por derecha y por izquierda, la cosa pública no pasa por sus mejores momentos, que digamos. Faltan ideas y sobran muchas marrullerías cuando no auténticos despropósitos antidemocráticos. Los que gobiernan, además, han perdido la vergüenza, si es que en algún momento la tuvieron. Están fabricando un futuro a la medida de sus mezquindades más prosaicas. Por eso, cuando Maragall nos recordó que hay otras manera de transitar por la vida pública...

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La visita de Pasqual Maragall a tierras valencianas fue un soplo de aire fresco en medio de tanta inmundicia de la política local. Porque, convengamos que, por derecha y por izquierda, la cosa pública no pasa por sus mejores momentos, que digamos. Faltan ideas y sobran muchas marrullerías cuando no auténticos despropósitos antidemocráticos. Los que gobiernan, además, han perdido la vergüenza, si es que en algún momento la tuvieron. Están fabricando un futuro a la medida de sus mezquindades más prosaicas. Por eso, cuando Maragall nos recordó que hay otras manera de transitar por la vida pública, la desazón cedió un poco. Con esa cabeza tan bien amueblada que tiene, este socarrón olímpico nos dio una lección magistral sobre como poner las instituciones -y el poder, en general- al servicio de la ciudadanía.Una idea estuvo presidiendo todo su análisis: cuando más cerca esté el gobernante del gobernado, mejor. La subsidiariedad como norma y compromiso. Con este principio -que supone alimentar la transparencia en la gestión y que debe compatibilizarse con el de la eficacia- se pueden superar muchos de los litigios que nos anegan. Las ideas mismas de Europa o de España encontrarían un bálsamo porque podrían compatibilizarse hechos diferenciales y sinergia en lo común. Así podrían embarcarse en el mismo proyecto los nacionalismos de distinto signo, los que ya tienen estado y los que cuestionan estos estados porque desean tener el propio. Ya no sería una cuestión de blanco o negro, de estado o no estado, sino de repartirse la faena y las competencias con la lógica de la subsidiariedad.

Pero, normalmente, los nacionalismos, decía, no gustan de este principio, porque suelen ser centralistas. Es el caso del nacionalismo británico, representado impagablemente por la señora Thatcher, cuando se cargó de un plumazo el Greater London Council (GLC), que regía el área metropolitana de Londres, o del catalán a la defensiva del señor Pujol cuando hizo lo propio con la de Barcelona. O la más esperpéntica disolución del CMH del área metropolitana de Valencia por parte de uno de los más genuinos representantes del nacionalismo español -en versión sucursal-, el President Zaplana.

Pero el ejemplo de las áreas metropolitanas -Maragall había venido a hablar de este tema invitado por la Agrupació Socialista de València-ciutat-, le permitió llamar a la generosidad política de todos, también de los ayuntamientos, para completar institucionalmente la lógica de la subsidiariedad. Las áreas metropolitanas son las ciudades reales y es necesario dar respuestas institucionales a estas ciudades reales que, en algunos casos como el de Valencia o Barcelona o Londres, trascienden los límites de las ciudades jurídicas, de los municipios. Los problemas de la ciudad real se tienen que resolver en el ámbito de la ciudad real -no en el de cada una de sus partes- por el bien de todos los que en ella habitan. Con lo que exigía también responsabilidades a los alcaldes, a los mandatarios más cercanos al ciudadano.

Pero este principio de la subsidiariedad debía de abarcar a cualquier otra área de convivencia democrática. Por ejemplo, a los propios partidos políticos. La profundización de la federalización orgánica era, sin duda, un corolario razonable de sus palabras. A algunos de los presentes, estas reflexiones nos reconciliaban con el futuro. Porque demandaban una profunda renovación del papel y las estructuras partidarias, para evitar que el proceso de entumecimiento democrático de nuestra sociedad alcance niveles insoportables.

Una renovación de los partidos políticos que se convierte en una necesidad perentoria: hay que hacerlos más participativos, más democráticos y más porosos al resto de la sociedad. Acabar, en definitiva, con la cultura de la patrimonialización de las siglas y de la consiguiente exclusión de los que no se sienten representados en ellas, como ha demostrado en sus apuestas por la plataforma Ciutadans pel canvi y por la Entesa pels Catalans, la candidatura unitaria de las fuerzas progresistas para el Senado. Las palabras de Pasqual Maragall sonaron a frescas, también, por la convicción y el rigor con que se expresaban. Ojalá en estas tierras se le tome nota.

Vicent Soler es profesor de Economía Aplicada en la Universitat de València

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