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Artista

El otro día me crucé con un mendigo muy interesante. Era uno de esos pobres posmodernos, de nueva generación, no sólo por su edad (unos 27 o 28 años), sino por su aspecto raído pero apañado, modesto pero pulcro. En realidad sólo se sabía que era un mendigo porque, al pasar junto a él, extendía la mano y suplicaba, con un tono a la vez digno y simpático, que le dieras algo para comprarse un bocadillo. Entonces advertías, sin duda dirigida por un imperceptible movimiento de cabeza del tipo, que el hombre estaba parado delante de una tienda de bocatas. El mensaje, sencillo y eficaz,...

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El otro día me crucé con un mendigo muy interesante. Era uno de esos pobres posmodernos, de nueva generación, no sólo por su edad (unos 27 o 28 años), sino por su aspecto raído pero apañado, modesto pero pulcro. En realidad sólo se sabía que era un mendigo porque, al pasar junto a él, extendía la mano y suplicaba, con un tono a la vez digno y simpático, que le dieras algo para comprarse un bocadillo. Entonces advertías, sin duda dirigida por un imperceptible movimiento de cabeza del tipo, que el hombre estaba parado delante de una tienda de bocatas. El mensaje, sencillo y eficaz, se instalaba limpiamente en tu cerebro: este chico es un buen muchacho y tiene hambre.De modo que le dabas unas monedas; y el mendigo las miraba, componía una discreta expresión de alegría (como de quien advierte que, con eso, ya tiene suficiente para el festín), daba las gracias efusivamente y, después, desentendiéndose de ti, se volvía a contemplar el escaparate repleto de bocadillos, calculando, con aire goloso y pensativo, cuál de esas delicias iba a empapuzarse. Con lo cual tú te marchabas tan contenta, con el corazón caliente y gaseoso, satisfecha por un microsegundo de ti misma. Para volver a pasar por el mismo lugar horas más tarde, y encontrarle realizando ante otro la misma y exquisita representación: la mirada a las monedas, la sorpresa feliz, el meticuloso examen del escaparate.

No pretendo denunciar a un mendigo que miente, sino alabar a un profesional de primer orden. En realidad ese chico no engaña: ya había conseguido su dinero y no necesitaba añadir la espléndida actuación del escaparate. Lo hacía, pues, para ofrecer un servicio. Es decir, no pide, sino vende. Vende pequeñas absoluciones de nuestra culpa, dosis de consuelo. Es tan inquietante sabernos más ricos que los muchísimos desposeídos de la Tierra.... Sólo en España hay 800.000 personas excluidas, desterradas del sistema y carentes de todo. Y otras 700.000 están en la frontera, a punto de caer en el abismo. Me pregunto a cuál de las dos categorías pertenecerá el chico de los bocadillos. Ese artista, ese genio. Ese joven emprendedor que ofrece lo que el mercado demanda: un alivio barato de nuestra responsabilidad en la injusticia.

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