Tribuna:

La radio cañí

A veces, el pasado nos visita como una nube negra que tapara la luz del sol. Un día lluvioso de la semana pasada entré en una tienda de electrodomésticos de un pueblo de la sierra. Se escuchaba una voz femenina que salía de la radio, hablaba de ese 75º aniversario que nos persigue tanto a los que trabajamos en ella como a los que también somos oyentes. Lo malo de los aniversarios de la historia reciente es que siempre nos obligan a una nostalgia cañí, porque cañí ha sido España, cañí, antigua, atrasada. La locutora destilaba en lo que decía una nostalgia incondicional hacia todo lo que oliera ...

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A veces, el pasado nos visita como una nube negra que tapara la luz del sol. Un día lluvioso de la semana pasada entré en una tienda de electrodomésticos de un pueblo de la sierra. Se escuchaba una voz femenina que salía de la radio, hablaba de ese 75º aniversario que nos persigue tanto a los que trabajamos en ella como a los que también somos oyentes. Lo malo de los aniversarios de la historia reciente es que siempre nos obligan a una nostalgia cañí, porque cañí ha sido España, cañí, antigua, atrasada. La locutora destilaba en lo que decía una nostalgia incondicional hacia todo lo que oliera a pasado, decía "nuestro pasado", y a mí ese "nuestro" me dolió, porque si bien es adecuado el pronombre, también es cierto que hay cosas de las que yo no siento nostalgia, no siento nostalgia de cómo era este país en los años sesenta, que es la primera década que yo conocí. Para rematar los recuerdos anunció una canción de entonces, y empezó a sonar implacablemente aquella Madrecita María del Carmen que cantaba Manolo Escobar. Entonces fue cuando me inundó la nube negra del pasado, me vi con seis años en la cocina de mi casa, que se encontraba entonces a orillas de la presa de El Atazar, la presa que entonces se estaba construyendo. En esa cocina, María, la chacha, una joven que había venido a servir después de ser pastora en esos inviernos brutales de la sierra pobre, lloraba al escuchar esas canciones, y mientras nos tomábamos el bocadillo, ella bordaba unas sábanas de su futura boda, para la que sólo le faltaba el novio. María escuchaba Radio Intercontinental, y en los caminos extraños de la memoria se me ha quedado la sintonía de aquella emisora, y esa sintonía me sabe al foie-gras entre pan que tomábamos a la vuelta de la escuela. La radio también era mi tía soltera sentada al lado de la ventana escuchando los seriales: "El cielo que nunca vi". Y mi tía que nunca tuvo novio, ni una vida procelosa, lloraba también con la historia de aquellas vidas amorosas tan enrevesadas, de ciegas vírgenes y hermosas, de hijos bastardos, de señoritos que se aprovechaban de la chica pobre.Estos días, en Madrid, el Teatro de la Abadía nos ofrece el prodigio de un texto teatral: La reina de belleza, de Leenane. Todo se desarrolla en una triste cocina de un pequeño pueblo irlandés; es la historia de personajes postergados, cuya vida nunca le va a interesar a nadie, ferozmente atrasados en sus relaciones afectivas, en el rencor que les llena el alma por el frío, por la pobreza, por la falta de alegría. Hay un elemento de fondo en todo este drama moderno y rural, dos palabras que casi nunca van juntas, pero que aquí conviven; ese elemento que marca el tiempo es la radio, una radio vieja y grande y mal sintonizada, a la que hay que dar un manotazo para que se ponga en marcha. Es la radio que con su letanía de discos dedicados y canciones viejas parece que susurra trágicamente al oído de la mujer de cuarenta años que encarna con valentía la actriz Vicky Peña: "Te estás haciendo vieja, te estás haciendo vieja". Es el mensaje tácito de las canciones rancias de la radio, que nos descubren sin piedad el paso del tiempo, canciones que hablan del paraíso, del amor a la madre, del amor a un hombre, y que contrastan con esos personajes trágicos que sienten la punzada de un deseo que nunca se hará realidad. En estos días de homenaje, autohomenaje, en los que estamos pintando de color sepia todo el pasado de la radio, incluso los días grises, que los hubo, como los hubo en cualquier manifestación de un país que vivió cuarenta años de dictadura, yo, que amo la radio como a mi propia casa, quiero recordar también su presencia dolorosa, su tono rancio, su tono engolado, que provocaba las lágrimas de los pobres, que tan bien ha sabido contar Miguel Delibes en chachas como la Vito, porque siento que no es obligatorio que para recordar tengamos que afirmar que todo el tiempo pasado fue estupendo.

Todo esto venía porque aquella Madrecita María del Carmen me asaltó el corazón una mañana en una tienda de pueblo, en la que los electrodomésticos estaban a juego con el momento: pequeños calefactores de los que usaban los viejos una vez que decidieron tirar las estufas de carbón y calentarse con esos aparatillos que quemaban por delante y dejaban el culo helado. Tuve que salir de la tienda para que el aire helado me borrara los recuerdos.

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