Tribuna:

El arte y la vida XAVIER ANTICH

"La vida de verdad está ausente", escribía Rimbaud en su Carta del vidente. Y añadía: "No estamos en el mundo". Con las mismas palabras ("la vida de verdad está ausente") empezaba Emmanuel Lévinas Totalidad e infinito. Sin embargo, el filósofo añadía, con decisión: "Pero nosotros estamos en el mundo". Frente a un pensamiento poético radical, que se imponía el exilio voluntario de un mundo que era, poco a poco, cada vez más incomprensible, Lévinas apostaba por un pensamiento que se comprometiera activamente con el mundo y con los humanos que lo habitan. Ese era, seguramente, el principal móvil ...

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"La vida de verdad está ausente", escribía Rimbaud en su Carta del vidente. Y añadía: "No estamos en el mundo". Con las mismas palabras ("la vida de verdad está ausente") empezaba Emmanuel Lévinas Totalidad e infinito. Sin embargo, el filósofo añadía, con decisión: "Pero nosotros estamos en el mundo". Frente a un pensamiento poético radical, que se imponía el exilio voluntario de un mundo que era, poco a poco, cada vez más incomprensible, Lévinas apostaba por un pensamiento que se comprometiera activamente con el mundo y con los humanos que lo habitan. Ese era, seguramente, el principal móvil que siempre lo incitó a filosofar: intentar pensar el mundo de tal manera que, a diferencia de lo que ha pasado a menudo en el pensamiento occidental, el pensamiento no supusiera un acto de violencia ni de separación respecto de la vida y de los individuos. Si el pensamiento debe servir para alguna cosa, ciertamente, no es para negar la vida, sino para afirmarla. No para imponerse a las diferencias con la tiranía de los conceptos, sino para permitir que las diferencias se hagan visibles y, además, para articular la pluralidad de la realidad social sin que aquéllas sean negadas o ignoradas.A veces los pensamientos no nos acaban de obedecer del todo y nos asaltan con asociaciones que no buscamos y por las que nos dejamos llevar, casi como un juego, como si, en el fondo, pensar no fuera sino perseguir volátiles y dejarse seducir por ellos antes de amordazarlos o, quizá en señal de gratitud, dejarlos marchar definitivamente. Esta ideas volátiles me perseguían mientras esperaba, en el vestíbulo del Macba, el inicio de la mesa redonda en la cual Raymond Hains tenía que hablar a propósito de la exposición que acababa de instalar en una de sus plantas, y que todavía ahora puede visitarse. Y, casi como telón de fondo a la conversación imaginada entre Rimbaud y Lévinas, contemplaba, no sin una cierta desazón, el impenetrable muro de cristal transparente con el que el arquitecto Richard Meier había aislado el espacio interior del museo de la plaza dels Àngels. Y es que no era difícil sentirse como los inquietantes ángeles de Peter Handke y Wim Wenders en El cielo sobre Berlín: viendo sin ser visto, oyendo sin ser oído. Habitando, como dentro de una burbuja clínica, un espacio protegido por esa cápsula perversa que separa el mundo del arte del mundo de la vida y que, a pesar de la transparencia del cristal, convierte casi en un reducto lo que debería ser un espacio de subversión. Porque, eso era claro, la vida estaba fuera. Siéntense, si les parece, a la caída del sol, en el espacio abierto de esa plaza barcelonesa y sabrán lo que quiero decir: si en algún sitio es todavía posible la convivencia en la diversidad, allí, sin duda, lo es cada tarde, quizá porque nadie se ha preocupado de promoverla.

No lo tienen nada fácil los equipos que dirigen el Macba y la Fundación Tàpies, dos instituciones imprescindibles para la vida cultural del país. A las dificultades inherentes a la propia noción de museo de arte contemporáneo y a la incomprensión y los recelos que a menudo provocan las prácticas artísticas de esos artistas, contemporáneos nuestros, que exploran la misma perplejidad que nos incumbe a todos, debe añadirse, últimamente, una auténtica contraofensiva, en toda regla y desde diversos frentes, contra la modernidad. Una contraofensiva, en el fondo muy vieja, que se enmarca, de pleno, en la renovación del discurso neoliberal y en el reposicionamiento de una derecha que, en el fondo, como decía irónicamente Joan Fuster, no ha dejado de tener el poder desde el paleolítico. Es curioso que las críticas más ácidas que se han vertido últimamente contra la política del Macba y la Tàpies sean las que exigen un cierto retorno al orden, una marcha atrás, como si ello fuera posible. Es curioso también que las críticas provengan, en parte, de quienes siempre han denostado las pràcticas contemporáneas del arte en beneficio de esos ejercicios escolares de los distintos refritos del neorrealismo y, en parte, de esos aprendices de comisario político que, desde una más que evidente complicidad con el mundo comercial

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