Tribuna:

Ezcurra

MIGUEL ÁNGEL VILLENA

Hay periodistas que no tienen rostro ni nombre. Lejos de las estrellas televisivas con sueldos multimillonarios y a años luz de mitos cinematográficos del estilo de Mel Gibson en El año que vivimos peligrosamente o de Robert Redford en Íntimo y personal, algunos profesionales de la información ejercen su magisterio desde una sencilla mesa de despacho. Son los auténticos cerebros grises de una publicación, pero su modestia les lleva a rehuir los focos y los homenajes. Saben, como dijo Jorge Luis Borges, que el periodismo es el arte de lo fugaz y desde esa premisa lab...

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MIGUEL ÁNGEL VILLENA

Hay periodistas que no tienen rostro ni nombre. Lejos de las estrellas televisivas con sueldos multimillonarios y a años luz de mitos cinematográficos del estilo de Mel Gibson en El año que vivimos peligrosamente o de Robert Redford en Íntimo y personal, algunos profesionales de la información ejercen su magisterio desde una sencilla mesa de despacho. Son los auténticos cerebros grises de una publicación, pero su modestia les lleva a rehuir los focos y los homenajes. Saben, como dijo Jorge Luis Borges, que el periodismo es el arte de lo fugaz y desde esa premisa labran una trayectoria cotidiana que, al final de una vida de pasión por este oficio, deriva en un magisterio para todos. Sin ellos el ejercicio de un periodismo riguroso y honesto se convertiría en una misión imposible.

El pasado sábado, durante la cena en Valencia de los premios Octubre, conocí a un apacible y lúcido jubilado de cabellos ya escasos y canos que se llama José Ángel Ezcurra. La inmensa mayoría de gente ignora quién es José Ángel Ezcurra. Pero bastará decir que fue durante cuatro décadas el director de la revista Triunfo -entre los años cuarenta y los ochenta- para que cualquier lector ilustrado de prensa repare en que, tras las grandes firmas y los excelentes reportajes e informes de aquel emblemático semanario, se escondía este periodista nacido en Orihuela, educado en Valencia y residente en Madrid. Ezcurra no deja asomar ni un resquicio de nostalgia ni un atisbo de vanidad cuando comenta la desaparición de Triunfo, apenas unos años después de la muerte de Franco, y asume sin pesar que quizás las revoluciones están condenadas a devorar a sus hijos del mismo modo que las democracias olvidan a sus defensores durante una dictadura. Pero Ezcurra sabe, aunque se sonroje cuando se le comenta, que muchos periodistas debemos a personas como él nuestra vocación por este oficio. Ahora bien, todavía es mucho más importante que miles de ciudadanos aprendieran a ser demócratas, entre las brumas de una gris dictadura, gracias a las páginas de Triunfo.

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