Tribuna:

LA CRÓNICA Nostalgia de la lluvia ANTONI PUIGVERD

¿Cuánto tiempo hace que no cae sobre este país una lluvia como Dios manda? ¿Cuántos años? Me refiero a una de esas lluvias persistentes y duraderas que transportaba el viento de Levante a los territorios de influencia marina. No hablo de fugaces aguaceros, sino de lluvias generosas y pacientes que duraban por lo menos un par de días. Dos días de lluvia sin parar: ¿dónde puede verse hoy día este milagro? De vez en cuando cae, y gracias, un chaparrón de tres al cuarto o una impertinente tromba que en 10 minutos ridiculiza una obra pública recién inaugurada. Aguaceros sí, urgentes micciones de lo...

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¿Cuánto tiempo hace que no cae sobre este país una lluvia como Dios manda? ¿Cuántos años? Me refiero a una de esas lluvias persistentes y duraderas que transportaba el viento de Levante a los territorios de influencia marina. No hablo de fugaces aguaceros, sino de lluvias generosas y pacientes que duraban por lo menos un par de días. Dos días de lluvia sin parar: ¿dónde puede verse hoy día este milagro? De vez en cuando cae, y gracias, un chaparrón de tres al cuarto o una impertinente tromba que en 10 minutos ridiculiza una obra pública recién inaugurada. Aguaceros sí, urgentes micciones de los dioses más inquietos y coléricos, sí. Pero han desaparecido las viejas lluvias. ¿Se acuerdan de cuando el agua caía paciente y caritativa? ¿No sienten nostalgia de las obsesivas y tranquilas lloviznas de antaño? Un par de días sin parar: las lluvias dejaban los campos empapados, rellenaban estanques y riachuelos, baldeaban los torrentes, fregaban a fondo el asfalto grasiento, penetraban en el estómago de la tierra y alimentaban los embalses. Uno miraba por la ventana, en aquellos lentos días de lluvia, y tenía la impresión de que un muro de cemento formado por el agua gris y el cielo gris la había tapiado. Pasábamos los niños horas y horas contemplando el cemento de la lluvia hasta que finalmente en el cielo se levantaban los colores y un sol risueño y duchado salía a saludar enjuagándose con el algodonoso albornoz de las nubes.Opina un amigo que antes llovía igual que ahora, es decir poco, poquísimo. Este amigo es un aficionado observador de los cielos y las mentes. Su teoría es que recordamos mucho mejor los días lluviosos que los días soleados. Al parecer, cuando los niños se convierten en adultos, retienen en la memoria no el clima, sino los juegos. Una sola excepción confirmaría esta regla: la imagen de las melancólicas horas grises en las que no era posible jugar. De mi experiencia infantil puedo deducir, en efecto, que los días de lluvia fueron mi primera escuela de ensimismamiento. Cuando llovía, pensaba. Dedicaba, en cambio, los días soleados a patear pelotas y espinillas. La lluvia, en cualquier caso, es compañera de la mente, de la misma manera que el sol es compañero de la intransigencia. Nada hay más parecido a una dictadura que el sol campando días y días por sus fueros, cayendo furiosamente a plomo, enviando sin cesar rayos candentes sobre la tierra, agrietándola, secándola, calentando las cabezas y machacándolas en la pavorosa fragua de la intolerancia.

Nada hay más parecido a la democracia que los cielos lluviosos. Un día de lluvia en la ciudad es tan incómodo, y tan interesante, como la democracia. La lluvia en la ciudad descubre y subraya las complicaciones de la vida social. El embrollo circulatorio obliga a peatones y conductores a prestarse atención unos a otros. No tiene más virtud, la democracia, que obligarnos a tener en cuenta opciones ajenas. Por inercia, el conductor desearía transitar a placer, sin los pelmazos que le fuerzan a reducir la marcha. Puede que el gris de la lluvia enfatice el gris de la vulgaridad social, pero no se olvide que este gris igualador permite levantar paraguas de todos los colores. La lluvia, por otro lado, es femenina: delicada, ambigua, nutriente. En cambio, el sol es masculino: musculoso, secante y mandón.

He iniciado esta crónica acompañado por la inefable música del agua tamborileando sobre los tejados. Apenas unas líneas más tarde, como va siendo ya terriblemente habitual, el sol ha recuperado el poder y lo que debía haber sido un día de otoño se ha convertido en una parcela más de la expansión imperial del verano. La lluvia que algún meteorólogo había pronosticado no ha sido más que un decepcionante matapolvos. ¿Cuánto tendremos que esperar para volver a saborear una lluvia digna de tal nombre? ¿Volverá a ser el otoño la estación de las aguas? De momento, los pantanos de las cuencas del Ter y el Llobregat están vacíos, los torrentes sucios y los campos sedientos. De los árboles se desprenden achicharradas hojas. La pasada primavera se anticipó al verano de la misma manera que el presente otoño se dedica a prolongarlo. Exceptuando la leve frigidez de las noches, los días de este octubre parecen primos hermanos de septiembre, los cuales a su vez lo parecían de agosto, y así sucesivamente. El tiempo monocorde y reiterativo tiene el prestigio por los suelos. No sé si es culpa del famoso efecto invernadero o de la escasa personalidad de nuestros meteorólogos (incapaces de imponerse a los mapas de su vida), pero el hecho es que mueren las estaciones, se colapsa el calendario y parece que el sol vaya a quedarse completamente solo.

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