Tribuna:

¿Borges ciego? (y II)

A. R. ALMODÓVAR

Quedamos la semana pasada en que mi sospecha de que Borges nunca estuvo ciego se volvió a alimentar cuando conocí a Alberto Manguel, un argentino-canadiense, que fue contratado por el autor de El Aleph, entre 1964 y 1966, para que le leyera por las noches. "Puesto que su madre se cansaba enseguida", fue otro de los argumentos, para mis excusas, que empleó el escritor, y que Manguel recoge en su libro, Una historia de la lectura.

En el relato de tan inefable experiencia, se topa uno con detalles sospechosamente ilógicos o sugestivos. "Borges utilizaba los oídos com...

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A. R. ALMODÓVAR

Quedamos la semana pasada en que mi sospecha de que Borges nunca estuvo ciego se volvió a alimentar cuando conocí a Alberto Manguel, un argentino-canadiense, que fue contratado por el autor de El Aleph, entre 1964 y 1966, para que le leyera por las noches. "Puesto que su madre se cansaba enseguida", fue otro de los argumentos, para mis excusas, que empleó el escritor, y que Manguel recoge en su libro, Una historia de la lectura.

En el relato de tan inefable experiencia, se topa uno con detalles sospechosamente ilógicos o sugestivos. "Borges utilizaba los oídos como otros lectores utilizan los ojos para recorrer la página en busca de una palabra, de una frase, de un párrafo que confirme lo que recuerdan". "A menudo me pedía que escribiera algo en las guardas del libro que estábamos leyendo . Ignoro qué uso hacía de esas anotaciones", si estaba ciego, se entiende. Probablemente Borges, como San Agustín, había descubierto la diferencia que hay entre un texto pronunciado en voz alta y el mismo leído en silencio. El primero está mucho más cerca del espíritu que lo dictó. El de Hipona se sorprendía mucho de ver a San Ambrosio leyendo siempre para sí, pues hasta entonces toda lectura no se concebía sino en voz alta, y ésa es la razón por la que todos los libros sagrados se memorizan enunciándolos y repitiéndolos, y la poesía misma, cuando no es recitada, se antoja un artificio solitario.

Leer en silencio es el resultado de coordinar cien habilidades distintas que, inevitablemente, distraen del sentido, de la Idea, o más raro aún, exige tal cantidad de aportación propia por parte de quien descifra el texto, que muy bien sucede que lectores distintos acaben entendiendo cosas diferentes. Por eso Voltaire, desde su posición antisagrada, decía que "los libros más útiles son aquellos cuyos lectores aportan la mitad". En realidad, todo esto lo descubrió mucho antes un sabio cairota del siglo XI, Ibn al-Haytham -también conocido como Alhacem-, seguidor de Aristóteles, al observar que entre ver y descifrar (leer), la distancia es enorme. Y que el oficio de lector consiste en hacer visible "aquello que la escritura sugiere mediante indicios y sombras". (¿No habíamos empezado hablando de las sombras de la caverna de Platón?)

Sin duda Borges conocía todo esto, y desde muy pronto prefirió atenerse al placer de escuchar cómo otros le leían, para evitar las perturbaciones que creaba su propio yo entre la palabra y el Ser. La ceguera no fue, pues, sino una coartada con la que sentirse más cerca de la verdad.

Cuando estuvo en Sevilla, hace 15 años, lo vimos disfrutar por sus calles otoñales que aparentemente no veía, auque las recordaba a través del imposible aroma de los naranjos en flor, y de los cantes flamencos que llenaban la noche cálida de una placita de la Macarena. Yo estaba seguro, entonces no sabía cómo, de que Borges era el ciego más vidente que nunca existió, perceptor de lo invisible y vislumbrando como nadie una salida en el caos y en la nada tortuosa.

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