Tribuna:

Juicio

E. CERDÁN TATO El mariscal comparece ante la ley con un austero uniforme de cuartel, y camina hasta el banquillo, apoyando su abatimiento en un bastón de mando, con la humilde apariencia de la cachava de un pastor. Antes de iniciarse la vista, su médico, con la venia de la presidencia, le administra unas píldoras que el mariscal traga, con ostensible dificultad. Después, la acusación procede a documentar ordenada y fríamente las atrocidades perpetradas contra el género humano, que se le imputan. Con asombro, el público contempla al veterano militar: está pálido, con la cabeza vencida sobre su...

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E. CERDÁN TATO El mariscal comparece ante la ley con un austero uniforme de cuartel, y camina hasta el banquillo, apoyando su abatimiento en un bastón de mando, con la humilde apariencia de la cachava de un pastor. Antes de iniciarse la vista, su médico, con la venia de la presidencia, le administra unas píldoras que el mariscal traga, con ostensible dificultad. Después, la acusación procede a documentar ordenada y fríamente las atrocidades perpetradas contra el género humano, que se le imputan. Con asombro, el público contempla al veterano militar: está pálido, con la cabeza vencida sobre su hombro derecho, le tiemblan las manos y los espasmos crispan sus facciones. Es la imagen de un anciano que ya reclama la tierra. Cuando la acusación concluye, el mariscal se cubre el rostro y finge un sollozo. La sala se conmueve y se percibe un piadoso rumor. Cuando llega el turno a la defensa, el aire se alboroza y huele a espliego. Es el abogado joven, seductor, con mucho desparpajo y una elocuencia charolada. El viejo mariscal se regocija en su disimulo: sabe de él que es un devoto de su ferocidad y un artista del choteo jurídico; sabe además de su pasión por los caballos cerreros. De inmediato, el defensor encandila al público: una tras otra, desmenuza las acusaciones del fiscal, mientras alaba el coraje y la gallardía de su cliente que sofocó una conspiración que perseguía el descrédito y el deshonor de la patria. Sólo cabe un veredicto justo, afirma, en su fulgurante retórica: que sus señorías dediquen a su excelencia una estatua ecuestre, y se descuelga con una magistral lección de sabiduría equina. El mariscal, entonces, se descompone. Y luego, en su confortable retiro, dicta la terrible orden a sus esbirros. Esta mañana, se ha aplazado el juicio: el cadáver del esbelto abogado, yace en el fango del río, con la lengua guillotinada y un corazón de cemento. El mariscal advierte a sus consejeros que el próximo letrado se cuide y, si acaso porfiara en lo de la estatua ecuestre, que acredite debidamente, ante los jueces, quién es su defendido. Porque la absolución del imaginario caballo no le ha deparado más que otro grotesco fracaso.

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