Tribuna:

La pólvora

Como un tamtan entre dos existencias de náufrago, Rusia y Estados Unidos se envían durante las últimas semanas repetidos mensajes de muerte. Los rusos lo hacen a través de explosiones de amonal que abaten edificios de siete u ocho plantas y acaban de un golpe con la vida de cien personas. Los norteamericanos responden con una cromática ráfaga de metralleta o mediante el espasmo brillante de un arma corta que va hiriendo uno a uno a varios escolares distraídos, a 14 feligreses concentrados en la oración baptista o a empleados y empleadas en el sopor de la oficina. De una y otra sociedad van des...

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Como un tamtan entre dos existencias de náufrago, Rusia y Estados Unidos se envían durante las últimas semanas repetidos mensajes de muerte. Los rusos lo hacen a través de explosiones de amonal que abaten edificios de siete u ocho plantas y acaban de un golpe con la vida de cien personas. Los norteamericanos responden con una cromática ráfaga de metralleta o mediante el espasmo brillante de un arma corta que va hiriendo uno a uno a varios escolares distraídos, a 14 feligreses concentrados en la oración baptista o a empleados y empleadas en el sopor de la oficina. De una y otra sociedad van desprendiéndose cascotes como si la edificación se hubiera construido privada de la debida conjunción y el hormigón, como elemento primordial, no hubiera fraguado o se hubiera descompuesto ahora con el paso del tiempo y la fatiga de los materiales.Rusia es una nación abocada a la mayor autodestrucción de la centuria. Un entero país de mendigos supervisados por un puñado de feroces militares y mafiosos de la gran chatarra. Pero Estados Unidos es también una sociedad de amplias masas anhelantes, presididas por una élite acotada por unos pocos supermillonarios de oro y titanio. La vida aquí y allá revienta con las simétricas convulsiones de pólvora y entre los cascotes supura la sustancia podrida de la especie.

Ni en un lugar ni en otro hay un futuro para la esperanza colectiva. El mundo por venir se ha cerrado sobre uno y otro lugar como un macizo cepo de hierro y sólo cabe hundirse hasta el fondo. En uno u otro de los dos océanos la exacerbación adelanta una muerte terrorista y manual a la muerte abstracta del destino; prefiere los homicidios y los suicidios todavía con nombres que la extinción a cargo de las anónimas matanzas del sistema.

No es comparable el fresco optimismo de la sociedad norteamericana con el añejo pesimismo de los rusos, pero ambas comunidades, amenazadas por semejante desigualdad, naufragan con pestilencia parecida. El ser humano agoniza en Rusia rodeado por un presente oliendo a enfermo. Pero en Estados Unidos el olor es directamente a sangre o carmín y al metal que chapa la locura marginal de la impotencia.

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