Tribuna:

M. C. Reyna

J. J. PEREZ BENLLOCH La jornada del martes pasado se inició con un repique de teléfonos. Mucha gente quería ser titular de la primicia: "no te lo vas a creer", te espetaban, sin más prolegómeno, "María Consuelo (Reyna, por supuesto) ya no es directora de Las Provincias". Mientras digerías la novedad te endosaban las claves imaginarias del acontecimiento. Y a renglón seguido, claro está, te sumabas a la legión de voceros. Al fin y al cabo, no era la noticia del día, ni del lustro, porque es muy probable que ninguna otra haya provocado en Valencia más efervescencia desde el tejerazo del año 81,...

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J. J. PEREZ BENLLOCH La jornada del martes pasado se inició con un repique de teléfonos. Mucha gente quería ser titular de la primicia: "no te lo vas a creer", te espetaban, sin más prolegómeno, "María Consuelo (Reyna, por supuesto) ya no es directora de Las Provincias". Mientras digerías la novedad te endosaban las claves imaginarias del acontecimiento. Y a renglón seguido, claro está, te sumabas a la legión de voceros. Al fin y al cabo, no era la noticia del día, ni del lustro, porque es muy probable que ninguna otra haya provocado en Valencia más efervescencia desde el tejerazo del año 81, y no creo exagerar. La constatación, por otra parte, es una suerte de reconocimiento a la periodista valenciana que ha suscitado más fobias y filias por metro cuadrado de lectores y durante más años sucesivos. Podremos cuestionar la exquisitez de su prosa o la perversidad (según cómo se mire, obviamente) de sus criterios y cruzadas, pero lo bien cierto es que nadie podía mostrarse indiferente ante la columna que cada mañana nos amenizaba o fastidiaba el primer café. Incluso quienes se vetaban su lectura revelaban una beligerancia singular que conllevaba un tributo tácito a la dimensión social de la polémica directora. El fenómeno, por más que a determinados individuos les enoje, requiere algún análisis detenido, sociológico o quizá psiquiátrico, pero en todo caso nada trivial, a nuestro juicio. Análisis, digo, de esa capacidad de comunicación con su fervorosa feligresía y con sus encrespados adversarios. En este sentido he de confesar que siempre, en todos los cenáculos y al margen de las no pocas y profundas discrepancias, he defendido esa su aptitud movilizadora, que no es sino eficacia. Tanta que, entre otras claves del relevo que aducirán los más enterados, tengo dicha eficacia como uno de los motivos del mismo, pues la obstinada columnista había conseguido convertir en línea editorial sus muy personales y a menudo viscerales opiniones, diluyendo o desfigurando los principios fundacionales liberal conservadores del rotativo. Que además confundiese los intereses de la empresa con los muy exclusivos conyugales contribuía al jaque mate que se le ha decretado. A partir de ahora cabe esperar que, sin adulterar su centenaria línea informativa u opinante, determinados asuntos se sosieguen, desactivándose los radicalismos chovinistas y belicosos del diario. No pocos de sus lectores echarán a faltar la homilía cotidiana, la pócima doctrinal que les tonificaba. A cambio, saldrá ganando la paz civil y, tengo para mí, que el mismo periódico. No menos saldrá ganando la clase política, o un buen fragmento de ella, por lo general amedrentada por la condena o el plácet de la columnista. En este aspecto, nada he de reprocharle a la colega. Al fin y al cabo, los políticos aludidos, con su actitud genuflexa u obsequiosa, le han otorgado ese raro poder y temeridad para dar y quitar prestigios o condimentar la vida pública. Ignoro si M. C. Reyna continuará en el tajo de este oficio. Es el suyo, el que quiso desde su primera adolescencia, y me resisto a pensar que se quede cruzada de brazos, en actitud jubilar. Pero si se inclina por el ocio y éste le oprime, le sugiero que escriba sus recuerdos, aunque no haya conservado, como dice, una sola nota o apunte. Ha estado en todas las batallas y tiene memoria.

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