Editorial:

Lizarra 1

Los firmantes del Pacto de Estella-Lizarra ratificaron ayer en un nuevo documento lo esencial de su apuesta soberanista de hace un año. El tiempo transcurrido permite valorar la significación de esa apuesta con mayor perspectiva. Ahora conocemos los efectos de la existencia del frente nacionalista entonces forjado en el ánimo del electorado vasco y también en el interior de los partidos firmantes. Y conocemos, sobre todo, los efectos que un año sin atentados mortales de ETA -aunque con su presencia latente como amenaza- han provocado en la percepción del problema vasco por los propios vascos. ...

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Los firmantes del Pacto de Estella-Lizarra ratificaron ayer en un nuevo documento lo esencial de su apuesta soberanista de hace un año. El tiempo transcurrido permite valorar la significación de esa apuesta con mayor perspectiva. Ahora conocemos los efectos de la existencia del frente nacionalista entonces forjado en el ánimo del electorado vasco y también en el interior de los partidos firmantes. Y conocemos, sobre todo, los efectos que un año sin atentados mortales de ETA -aunque con su presencia latente como amenaza- han provocado en la percepción del problema vasco por los propios vascos. Durante años, una parte del nacionalismo ha sostenido que el terrorismo era un síntoma de la existencia de un gravísimo problema político. Y, por tanto, que para acabar con la violencia había que satisfacer las exigencias en nombre de las cuales mataba ETA. Pero otros sectores han defendido que ETA no era el síntoma de un problema, sino el problema vasco mismo. Ese debate no ha sido zanjado con la tregua de ETA. Por el contrario, se ha convertido en la frontera entre los frentes que se han configurado este año.

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El portavoz del PNV emplazó ayer a los partidos acampados extramuros de Lizarra a "presentar su propia alternativa, si la tienen", a la de reapertura de un proceso constituyente implícita en el plantemiento de Lizarra. Como si la simple defensa del marco actual, definido por la Constitución y el Estatuto y avalado por más de veinte elecciones, no fuera una alternativa legítima. Los últimos discursos nacionalistas han consistido en denunciar a quienes quieren un proceso de paz "sin contenidos". Una paz "falsa", en el lenguaje de ETA; es decir, sin que lleve aparejados cambios en el marco político. Pero la paz -que no se asesine a nadie por sus ideas o su uniforme- es un objetivo justo y deseable por sí mismo. Intentar cambiar el marco institucional puede ser una aspiración legítima, como reclamó ayer Garaikoetxea, pero siempre que se plantee sin coacción y respetando las reglas del juego. Lo ilegítimo es modificar esas reglas porque lo exige ETA para no volver a matar.

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El documento suscrito ayer reafirma de entrada la existencia de un conflicto político; sin embargo, la cuestión es si tal conflicto justifica o no el asesinato. ETA ha ido modificando los fines en los que justificaba su violencia. Abandonó primero el objetivo insurreccional y fue adaptando luego a las circunstancias el de provocar una negociación: con los poderes fácticos, con el Estado, con el Gobierno de turno. Tras la derrota política de Ermua, los estrategas de ETA hallaron un objetivo mínimo, pero suficiente a sus ojos para prolongar la lucha armada durante los últimos 20 años: esa lucha -casi setecientos asesinatos con posterioridad a la aprobación del Estatuto- habría servido para convencer al nacionalismo no violento de la inutilidad de la vía autonómica.

Fue un objetivo sobrevenido, facilitado desde el exterior: desde las organizaciones sindicales nacionalistas y sectores del PNV. La ambigüedad ideológica de ese partido -"no renunciamos a nada"- le permitió dar ese giro formidable sin un debate interno. Bajo cuerda se dijo que era una última concesión a ETA para facilitar el abandono de las armas. Lo que ha ocurrido en estos meses ha sido que la dirección nacionalista ha interiorizado como propio el discurso independentista de HB. Con algún conato de disidencia, siempre acallada en nombre del objetivo de la paz.

Es una coartada poderosa, porque ETA hace depender la continuidad del alto el fuego de la aplicación soberanista con que se desempeñen los nuevos adeptos a esa doctrina. Pero en ninguno de los escritos, internos o externos, producidos este año por ETA aparece la menor insinuación de que se plantee el abandono definitivo de las armas, y mucho menos que cuestione la legitimidad de su uso hasta ahora. Más bien ha dicho lo contrario: que el objetivo de la interrupción indefinida de la violencia no es la paz, sino lo que denomina "construcción nacional".

Lo que pasa es que esa interrupción ha suscitado dinámicas no previstas: electorales, como el triunfo del PP en Álava, que pone de relieve el carácter ilusorio del binomio soberanía-territorialidad; políticas, como el pacto de legislatura de PNV-EA con EH, que se rompería si vuelve ETA; sociales, como la pérdida de miedo de sectores antes paralizados. Esto último es lo más esperanzador. Había un problema de violencia y ahora hay un grave problema político. Pero sin la violencia acabará viéndose que es en parte artificial; que a la gente le preocupan más otras cosas que las obsesiones de los gerentes del miedo.

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