Tribuna:

Ese vicio impune

LUIS MANUEL RUIZ Los ministerios de cultura nunca dejaron de enaltecerla y recomendar su práctica a las mentes más núbiles, porque siempre se supuso que su consumo estimulaba el buen sentido y permitía a los individuos hacerse más maduros y mejorar su calidad moral, pero lo cierto es que los que la hemos conocido con un cierto grado de intimidad nos aferramos a ella con una pasión dudosamente saludable, exigiendo más los efectos sedantes o alucinatorios del estupefaciente que su presunto rigor formativo. Recuerdo aquel título de Valéry Larbaud, Ce vice impuni, la lecture, que define perfectam...

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LUIS MANUEL RUIZ Los ministerios de cultura nunca dejaron de enaltecerla y recomendar su práctica a las mentes más núbiles, porque siempre se supuso que su consumo estimulaba el buen sentido y permitía a los individuos hacerse más maduros y mejorar su calidad moral, pero lo cierto es que los que la hemos conocido con un cierto grado de intimidad nos aferramos a ella con una pasión dudosamente saludable, exigiendo más los efectos sedantes o alucinatorios del estupefaciente que su presunto rigor formativo. Recuerdo aquel título de Valéry Larbaud, Ce vice impuni, la lecture, que define perfectamente lo que una enorme pléyade de viciosos hemos venido sintiendo en el pasado y el más agónico presente frente al pliego de papel impreso: porque la lectura era una infección que no sólo nos apartaba de las reuniones sociales, de las obligaciones con el trabajo y la familia, que no sólo nos volvía sensiblemente más distraídos y egoístas y nos hacía acumular kilogramos y kilogramos de papel polvoriento que acababan tragándose las paredes, sino que, mucho más potente que la heroína y el peyote, nos consumía hasta los tuétanos y nos distraía de nosotros mismos, haciéndonos interesarnos esquizofrénicamente por la vida de alguien a quien no conocíamos de nada, o cuya existencia era tan posible como la del coco legendario ayudado del cual mamá nos empaquetaba en la cama. Es normal que el mundo de hoy, fusta y azote de la drogadicción en sus diversas variantes, soterre oblicuamente también ese magnífico vicio: el estudio publicado la semana pasada por la Unión de Consumidores de Andalucía refleja que los jóvenes dedican a la lectura una media de veinticuatro minutos diarios frente a las casi tres horas de televisión que son capaces de meterse entre pecho y espalda. Qué clase de reptiles estamos criando, suelen clamar los próceres ante la elocuencia de estas cifras, para a continuación colocarse las manos en la cabeza con el académico gesto de desesperación y anatema. A mí cada vez me interesa menos el futuro, y diversas experiencias me han mostrado ya qué tipo de panorama es el que aguarda a la Tierra a la esquina del segundo milenio: no creo que los hombres vayan a ser más estúpidos, obcecados, egoístas y estrechos de lo que lo han sido hasta aquí. Lo que me entristece pensar es que mis improbables nietos se perderán un tipo de drogadicción mucho más alucinatorio y potente que toda esa farmacopea de discoteca que deslumbra ahora a los niños; que sin duda la condonación de su consumo impedirá, como siempre que la autoridad o el hábito suprime el uso de alguna sustancia psicodisléptica, asomarse a abismos de la conciencia que no volverán a abrirse. Los chavales con los que convivo, mis vecinos, mis alumnos, me miran con los mismos ojos con los que deben mirar los documentales de sobremesa cuando les hablo de los efectos analgésicos, estimulantes, afrodisíacos y tóxicos que se derivan de la lectura de tal o cual libro: pensarán, pobres, que leer es dejarse criar la barba hasta las canas, comprarse la levita y encerrarse en el estudio a batallar con cadáveres de sintaxis leonina; yo me acuerdo de nuestro santo patrón, Alonso Quijano, y lamento que el futuro tenga que privarse de los gigantes, los hechiceros y las princesas. Mucho mejor que el LSD, por descontado.

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