Tribuna:

Doce años

Entré en la Red a esa hora de la madrugada en la que el insomnio se convierte en remordimiento, y tras callejear sin rumbo por las zonas del ocio y la cultura, intentando creer que era eso lo que necesitaba, ocio y cultura, tropecé con un grupo de gente que hablaba de nada con un virtuosismo envidiable. Había quienes, como yo, se habían levantado temprano y quienes no se habían acostado. Unos empezarían a trabajar en breve y otros acababan de llegar de la oficina. Nos hablábamos, pues, desde distintos horarios y desde estaciones del año diferentes. "Aquí amanecerá dentro de un rato", escribí. ...

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Entré en la Red a esa hora de la madrugada en la que el insomnio se convierte en remordimiento, y tras callejear sin rumbo por las zonas del ocio y la cultura, intentando creer que era eso lo que necesitaba, ocio y cultura, tropecé con un grupo de gente que hablaba de nada con un virtuosismo envidiable. Había quienes, como yo, se habían levantado temprano y quienes no se habían acostado. Unos empezarían a trabajar en breve y otros acababan de llegar de la oficina. Nos hablábamos, pues, desde distintos horarios y desde estaciones del año diferentes. "Aquí amanecerá dentro de un rato", escribí. "Aquí acaba de comenzar el invierno", respondió alguien cuyas intervenciones anteriores me habían llamado la atención por su formidable simpleza. Se trataba de una mujer evidentemente digital que firmaba como Sonia Segunda, aunque no había en el grupo ninguna Sonia Primera, y que se fijó en mí, o eso me pareció, pues había sido la única que respondió a mi "hola" cuando me colé en la conversación. "Hola Billga", había escrito así, sin coma entre una palabra y otra. En la Red me hago llamar Billga o Gates, alternativamente, para parecer más digital.Le dije que hacía colección de voces y que me habría gustado registrar la suya en mi magnetofón. "Pues eso lo podemos arreglar Billga", añadió, y yo no me atreví a contradecirla, porque habría significado poner al descubierto mis insuficiencias tecnológicas, mi poca hombría virtual. Pero su "lo podemos arreglar" me pareció una entrega que disparó mi fantasía en todas las direcciones equivocadas. Llevaba meses intentando atraer a la realidad analógica a una mujer digital y pensé que quizá podría quedar con ella en algún sitio. Estaba dispuesto a viajar a donde fuera necesario.

Le hablé, pues, de la posibilidad de vernos en un espacio real y no dijo que no. Entonces le pregunté cuántos años tenía y respondió que doce. Me quedé helado esperando la llegada de la brigada anticorrupción cibernética, pero no llegó, de modo que salí de Internet a cien por hora y cerré el ordenador de golpe. Luego, aturdido por el descubrimiento de que había ángeles de doce años virtuales, como Dios manda, regresé a la cama de la que ese día no salí.

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