Tribuna:

Gentes del Sur

A. R. ALMODÓVAR Centro Conde-Duque, Madrid. Una exposición de fotógrafos neorrealistas italianos, años cincuenta, cogió desprevenido al viajero. Llevado hasta el lugar por otros menesteres, miró inopinadamente hacia un lado, cuando de pronto le golpeó como un presagio, un dolor inoportuno en blanco y negro. Desde el fondo de la galería, una foto desmesurada ejercía el señuelo: Silvana Mangano y su muslo implacable, Arroz amargo, tan angelicalmente erótica que más sentía uno estupor, el estupor de los límites que no debieran tentarse así como así. También un cartel, con otra fotografía de Mari...

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A. R. ALMODÓVAR Centro Conde-Duque, Madrid. Una exposición de fotógrafos neorrealistas italianos, años cincuenta, cogió desprevenido al viajero. Llevado hasta el lugar por otros menesteres, miró inopinadamente hacia un lado, cuando de pronto le golpeó como un presagio, un dolor inoportuno en blanco y negro. Desde el fondo de la galería, una foto desmesurada ejercía el señuelo: Silvana Mangano y su muslo implacable, Arroz amargo, tan angelicalmente erótica que más sentía uno estupor, el estupor de los límites que no debieran tentarse así como así. También un cartel, con otra fotografía de Mario de Biasi donde una pequeña multitud de machos aburridos en tarde de domingo se vuelve a desear el culo enfundado en blanco irresistible de una atrevida muchacha. Mas la succión estética había causado su efecto y el viajero, ya convertido en visitante, comprendió. Se trataba de atraer a una verdad más profunda: la intimidad de la pobreza en la Italia destrozada del medio siglo. Y el viajero tuvo un pálpito, una evocación perturbadora, conforme desfilaban por sus ojos las imágenes de niños que juegan a no pasar hambre, obreros y obreras en condiciones ínfimas, ancianos hartos de vivir, curitas asexuados que juegan al fútbol mientras tanto. Y todo en un envolvente similar al que guardaba en su retina más honda. Los mismos muebles, los mismos zapatos, las mismas ropas mil veces lavadas. Sucintas posesiones con que hacerse a la idea de estar viviendo. Y una vorágine de equivalencias se desató en su mente. Aquellas Crónica de los pobres amantes, de Vasco Pratolini; La zanja, de Alfonso Grosso; La romana, de Alberto Moravia; Seguir de pobres, de Ignacio Aldecoa. Cuando el idioma de los últimos escritores éticos se hizo voluntariamente gris, didáctico y proletario. Al servicio de una realidad insoportable, la que finalmente llevó a un Pavese a comprender que si a Dios no es posible encontrarlo en semejante desorden es que ya no es posible encontrarlo. Y entonces como que da lo mismo vivir que irse voluntariamente un día cualquiera. ¿Pero quién se acuerda ya de todo eso? ¿Quién habrá sido el loco que nos ha traído a esta frontera del milenio la memoria de unas Gentes del Sur -así titula su escalofriante serie Nino Migliori- de hace 50 años, y por qué? Tal vez para recordarnos que nada demasiado diferente sucedió en toda la Europa del Sur por aquellas calendas del desamparo, a medio camino entre el fascismo canalla y el capitalismo disolvente. O hacernos pensar que ellos, los pobres de estas fotografías, tuvieron al menos un cronista en blanco y negro que los volvió inmortales. Pero a nosotros, ¿quién nos salvará a nosotros? ¿Quién dejará constancia real de este tiempo vertiginoso y estúpido que nos ha tocado sobrellevar? Ése en que todas las imágenes son vaporosos colorines de media tarde, o cartulinas seriadas que se desvaen al poco -también las electrónicas desaparecerán-. Qué espanto, tanto ruido para nada. Dan ganas de gritar: por favor, que venga alguien a retratarnos en blanco y negro, o no sé cómo, pero que algo quede de esta espantosa mediocridad donde todo el mundo quiere parecer rico. Y que alguien pueda compadecerse de nosotros dentro de 50 años.

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