Tribuna:

LA CRÓNICA ¡Y olé! ISABEL OLESTI

Una de esas noches bochornosas bajaba yo por La Rambla -más o menos a la altura del Teatre Principal- confundida entre el bullicio de estudiantes en plena celebración etílica de su fin de curso, cuando me fijé en un grupo de turistas arremolinados en torno a un paraguas rojo o, lo que es lo mismo, a su guía. Estaban justo delante de un edificio con un portal nada discreto con esta inscripción: Tablao Flamenco Cordobés. El portal en cuestión, con sus arcos artesonados de yeso y el chorro de agua que se divisaba al fondo del corredor, invitaba al cliente a introducirse en una réplica de la Alham...

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Una de esas noches bochornosas bajaba yo por La Rambla -más o menos a la altura del Teatre Principal- confundida entre el bullicio de estudiantes en plena celebración etílica de su fin de curso, cuando me fijé en un grupo de turistas arremolinados en torno a un paraguas rojo o, lo que es lo mismo, a su guía. Estaban justo delante de un edificio con un portal nada discreto con esta inscripción: Tablao Flamenco Cordobés. El portal en cuestión, con sus arcos artesonados de yeso y el chorro de agua que se divisaba al fondo del corredor, invitaba al cliente a introducirse en una réplica de la Alhambra de Granada. De pronto el paraguas rojo se movió hacia aquella dirección y todo el tropel de guiris se esfumó escaleras arriba. No hacía muchos días que había asistido a uno de los mejores espectáculos de danza que se han podido ver esta temporada en Barcelona, el de la compañía de Sara Baras. Ya sabía yo que aquello de La Rambla no tenía nada que ver con la bailarina flamenca, pero recordé las películas de mi infancia de Marisol y Manolo Escobar y me picó la curiosidad de ver si los tablaos de ahora seguían en la misma tónica de aquellos felices años sesenta de castañuela y pandereta que hacían las delicias del turista. Era lo que reflejaban estas películas que ahora han reciclado los del PP los sábados por la tarde en TVE para gozo de la España cañí. Así es que yo también seguí al paraguas rojo y me metí en el Tablao Flamenco Cordobés. A aquella hora los clientes del tercer turno terminaban su ágape, consistente en un bufé frío con bastantes dosis de mahonesa. Los que ya llegaban con la barriga llena para ahorrarse las 3.600 pesetas de la cena tenían que pasar por caja para apoquinar las 4.200 que cuesta ver sólo el espectáculo. La sala del comedor resplandecía de artesonados de yeso y latón repujado. El director de la empresa me los mostraba como si de un tesoro se tratase. "Eso es obra del último maestro granadino en el arte de la escayola, Napoleón Morillas". No me aclaró el director si le sacaron los ojos al maestro Morillas después de terminada su obra, como hicieron con los constructores del Taj Mahal para que no pudieran repetir la maravilla del monumento. El Tablao Flamenco Cordobés se inauguró con la Chunga en el año 1970. Desde entonces han pasado por su escenario Camarón, Farruco, Lole y Manuel, Fosforito, Chiquetete... Ahora están preparando la programación del próximo curso, llamada Sendero siglo XXI; se trata de montar un centro de Estudios Flamencos, cursillos, clases magistrales, bolsa de trabajo... Y mientras el director me cuenta todo esto y los camareros retiran las bandejas del bufé, se oyen los primeros taconeos en el escenario. Y a ello vamos. Unos 80 turistas en el más completo silencio contemplan lo que sucede en el entarimado, que tiene como fondo una pintura de un cortijo con sus balcones llenos de geranios y azahar. Uno de los palmeros lleva la mano vendada, pero no afecta al conjunto porque el repique de palmas es potente. Nos cantan la Tarara como homenaje a García Lorca, aunque el público se lo pasa mejor con una bailaora en bata de cola de lunares rojos que menea el cuerpo a su antojo y provoca bravos y olés. Aparecen más bailaoras con sus trajes multicolores, flecos por doquier y algún mantón de Manila. Los camareros van y vienen con las bandejas llenas de vasos de sangría. Los clientes mantienen el orden y cuando uno bate las palmas se le invita a desistir. Sí que hay cámaras de vídeo y muchos flases que se disparan. Algunos levantan el vaso de sangría cuando la bailaora da vueltas con la cola enzarzada en una pierna, pero las expresiones de euforia no pasan de ahí. Nos desconcierta ver a una mujer sentada al fondo de la sala con auriculares en las orejas, y aún ahora ignoramos si escuchaba alguna emisora de su país o simplemente, sensible al ruido, atenuaba el jolgorio del local. Por cierto, nadie subió al escenario como ocurría siempre en las películas de los sesenta filmadas en la Costa del Sol. Salí un poco decepcionada, pero ya me había avisado el director de que eso no es lo que era y de que el turista se comporta. Al menos aquí.

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