Tribuna:

LA CRÓNICA Dulce como el amor, amargo como el olvido MONIKA ZGUSTOVÁ

Estamos sentados en un restaurante libanés, en el centro de Barcelona; nuestra mesa está transformada en un banquete de pequeños platos llenos de salsas y ensaladillas doradas y rojizas, blancas y rosa, verdes y naranja. Un amigo sirio, Yahya Babeli, que se ocupa de la Vocalía de Emigración en Cataluña y está especializado en la interculturalidad, me cuenta que tras 18 años de residencia en Barcelona sigue teniendo apuros lingüísticos y culturales. "Se trata de problemas de comunicación e identidad" aclara, "que interfieren en todas las esferas de mi vida". Le interrogo sobre el asunto, y él ...

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Estamos sentados en un restaurante libanés, en el centro de Barcelona; nuestra mesa está transformada en un banquete de pequeños platos llenos de salsas y ensaladillas doradas y rojizas, blancas y rosa, verdes y naranja. Un amigo sirio, Yahya Babeli, que se ocupa de la Vocalía de Emigración en Cataluña y está especializado en la interculturalidad, me cuenta que tras 18 años de residencia en Barcelona sigue teniendo apuros lingüísticos y culturales. "Se trata de problemas de comunicación e identidad" aclara, "que interfieren en todas las esferas de mi vida". Le interrogo sobre el asunto, y él confiesa, con un tenue deje de melancolía: "Para penetrar en un país nuevo, en un ambiente muy distinto del tuyo, tienes que anularte como persona. El proceso de adaptación requiere 10 años, de los que nadie te ahorrará ni un día. Durante este periodo debes olvidar tu cultura para empaparte de la que estás adquiriendo". Tras haber tomado un bocadito de carne picada envuelta en una hoja de parra, prosigue: "El extranjero representa una tercera cultura, que no es ni la suya ni la adquirida; son las dos a la vez. Esa tercera cultura nace y muere con él; sus hijos no la heredan". Al igual que todos los extranjeros, Yahya Babeli sabe perfectamente que un ciudadano de la tercera cultura no está en su casa en ninguna parte. Cuando nos sirven los segundos platos, me doy cuenta de que Yahya y yo somos unos de los pocos clientes del restaurante. El local es tranquilo, pero suntuoso en su amalgama de granate y cobre, voluptuosamente saturado de olores y sabores, y de la languidez de una voz femenina que canta acompañada por el ud, una especie de laúd. Es plena hora de comer, pero parece que son pocos los que se atreven a venir y paladear ese lujo de sabores. ¿A qué se debe? ¿Es por falta de curiosidad? ¿O por desconfianza hacia lo desconocido? Por mi mente pasan las palabras de Averroes, ese filósofo árabe medieval: "Si mantienes los ojos abiertos en un país que no es el tuyo, lo convertirás en tu patria. Si tienes los ojos cerrados en tu país, eres extranjero en tu propia patria". "Yahya, ¿la cultura árabe encuentra reconocimiento en la sociedad barcelonesa?". Yahya Babeli me contesta diciendo que con frecuencia los catalanes miran al extranjero con desconfianza, como a alguien que es distinto a ellos. "La gente, además, juzga antes de conocer". A pesar de que el español lleva dentro la cultura árabe como algo muy suyo, le cuesta reconocerlo, al igual que le cuesta aceptar la cultura árabe que llega de fuera, porque ésta no viene apoyada por una economía sólida. Barcelona, además, es una de las pocas capitales europeas que carecen de una mezquita. "Hay dinero para construir una, pero todavía no se ha conseguido la licencia". Resulta que, entre otras, las autoridades eclesiásticas ponen toda clase de impedimentos con el fin de frenar ese proyecto. "Los catalanes predican el pluralismo, pero no lo ponen en práctica", opina Yahya Babeli. Y rápidamente declara su aprecio por este país que, a él, le ha aceptado, a diferencia de muchos otros árabes. De una tetera de cobre nos sirven un aromático té a la menta. Observo cómo mi acompañante introduce en su diminuto vaso dos cucharaditas cargadas de azúcar y le imito. Ahora me interroga él a mí: "Dime, ¿qué es?: es fuerte como la vida, dulce como el amor y amargo como la muerte y el olvido". No sé resolver esta bella adivinanza. Si Edipo fuera tan poco listo como yo, la esfinge de Tebas ya le hubiera arrojado al abismo. "No lo sé", confieso. "¡El té árabe!" exclama Yahya. Me digo que, en el caso de un apátrida, es dulce como el amor por su país y amargo como el olvido que a éste le dispensa para poder sobrevivir en el extranjero. Viene a unirse a nosotros un cliente del restaurante. "Es triste, muy triste, vivir en el extranjero", suspira. "En el Líbano, los amigos vienen a verte siempre. Aunque pobre, estás envuelto en el calor humano. Aquí todo es frío, parece el norte de Europa, cada uno en su casa, para ver a alguien hay que llamar por teléfono, e incluso eso hay que pensárselo dos veces". Este señor libanés, este cálido mediterráneo que, además de aislado y solo, se siente entre nosotros como un intruso indeseado -y sin duda somos nosotros quienes le hacemos sentir así-, no es un habitante de la tercera cultura, según la teoría de Yahya Babeli; es, simplemente, un exiliado en la añoranza. "Si sólo supieras, Ulises", decía la ninfa Calipso a ese otro mediterráneo errante al darle relevo tras tenerlo siete años en su dulce cautiverio, "cuántos sufrimientos tendrás que padecer antes de llegar a la tierra paterna que amas. Si es que llegas...".

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