Tribuna:El futuro de los partidos comunistas

El mañana, el mañana, el mañana...

El futuro próximo del comunismo depende de la capacidad de resistencia que tengan los partidos comunistas actuales frente al aluvión de sugerencias externas diciendo que se disuelvan o que renuncien a su identidad. Si lo hicieran, y esto es lo que les está pidiendo la mayoría de los comentaristas externos, la consideración sobre su futuro saldría sobrando. Decir que los partidos comunistas existentes deben disolverse o cambiar de nombre o de naturaleza no es un argumento sobre el futuro de los partidos comunistas. Pues si lo que se pide es su desaparición como tales, no hay futuro. Y nadie tie...

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El futuro próximo del comunismo depende de la capacidad de resistencia que tengan los partidos comunistas actuales frente al aluvión de sugerencias externas diciendo que se disuelvan o que renuncien a su identidad. Si lo hicieran, y esto es lo que les está pidiendo la mayoría de los comentaristas externos, la consideración sobre su futuro saldría sobrando. Decir que los partidos comunistas existentes deben disolverse o cambiar de nombre o de naturaleza no es un argumento sobre el futuro de los partidos comunistas. Pues si lo que se pide es su desaparición como tales, no hay futuro. Y nadie tiene derecho a exigir la muerte de otro y a sermonearle al mismo tiempo sobre su futuro. Por tanto, la condición previa y principal para hablar de futuro es que los militantes y afiliados de los partidos comunistas no hagan caso de estas voces externas: que no se disuelvan ni se desnaturalicen. El comunismo es necesario. Y hay al menos una razón moral para no escuchar el "disuélvanse" de la guardia civil intelectual del momento: es Hamlet quien tiene que decidir sobre su ser o no ser.

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Pero supongamos que este Hamlet posmoderno que es el partido comunista decidiera por sí mismo no ser en la hora del alba del siglo XXI. ¿Qué sería entonces de nosotros? ¿Qué sería de mí y de ti, hypocrite lecteur? Eso sí que sería el verdadero Fin de la Historia, como Dios manda.

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Desaparecido el Imperio del Mal, el Pentágono disolvería la OTAN, la Unión Europea suprimiría la partida presupuestaria dedicada a los gastos militares, que pasaría a engrosar las arcas del Unicef, y el Tribunal Internacional de La Haya se dedicaría exclusivamente a la persecución de los traficantes de armas. Hasta es posible que el Imperio del Bien, en su magnanimidad, permitiera entonces la instauración de comunidades socialistas en cuatro lugares del mundo situados a más de cuatro mil metros sobre el nivel mar.

Si el Hamlet posmoderno decidiera no ser, ya no podríamos leer en Babelia la última revelación sobre los vicios eróticos del intelectual comunista que no se arrepintió, ni el último reportaje sobre el teatro de marionetas moscovita que fueron las Brigadas Internacionales, ni la última necrológica sobre el último filósofo marxista de cada uno de los países europeos, ni la última reseña de las memorias del viejo comunista que se cayó del caballo en el camino de Damasco.

Si el Hamlet posmoderno decidiera no ser en la hora del alba, entonces Mario y Jorge, y Javier y Antonio, y Jordi y Nicolás, y el otro Antonio, y tantos y tantos ex habrían encontrado la paz del alma y, liberados de los demonios familiares y de los fantasmas del pasado, podrían escribir en positivo y, con su habitual lucidez, coincidir ya en la denuncia de los males del mundo con los discípulos de Savonarola y de Teresa de Ávila amablemente acogidos en Babelia. ¡Oh, sí! Cómo cambiaría Dinamarca y el mundo en la época del Remurimiento del comunismo. Advendría realmente el reino de la amabilidad. El fútbol en abierto y en cerrado llegaría a ser de verdad de interés nacional, como debe ser, y el pueblo sabría todo lo que debe saber sobre los ringorrangos de las monarquías europeas del pasado y del presente. Y los niños del sigloXXI en su orto andarían coritos, serían felices y comerían perdices. Rojas, belgas y transgénicas, por supuesto.

Si el Hamlet posmoderno decidiera no ser, el mañana no sería ya una historia contada por un tonto, llena de ruido y furia y sin significado, como lo fue la historia del "siglo breve". Sólo quedaría ya un misterio. ¿Cómo explicar a los jóvenes que el pueblo de un país lejano que dio el poder a los comunistas en 1917 volviera a darles la mayoría en la Duma después de setenta años de desastre total, katastroika incluida? Pero aquí llega el padre de Hamlet y de la lógica sarcástica del sigloXX, un bárbaro ruso llamado Alexandr Zinoviev, y da una explicación a su regreso a Moscú: "El comunismo fue tal vez el mejor sistema para el pueblo ruso, aunque no para mí". ¿Qué será, pues, de nosotros y de vosotros ya sin bárbaros?

Francisco Fernández Buey es catedrático de Historia de las Ideas de la Universidad Pompeu Fabra.

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