Tribuna:

Un ejemplo

J. M. CABALLERO BONALD Hay personas cuya ejemplaridad viene a ser como un merecimiento innato. Quiero decir que han ido compareciendo en la memoria de los demás no sólo por sus obras sino por sus vidas. Tal es el caso de José Antonio Muñoz Rojas, del que se está reeditando ahora toda su poesía (en prosa y verso) y del que acaba de aparecer Las cosas del campo, uno de sus libros cardinales. Reactivar el conocimiento de un escritor más bien olvidado durante un injusto número de años no es demasiado infrecuente, aunque por lo que respecta a Muñoz Rojas el episodio resulte de una singular pertine...

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J. M. CABALLERO BONALD Hay personas cuya ejemplaridad viene a ser como un merecimiento innato. Quiero decir que han ido compareciendo en la memoria de los demás no sólo por sus obras sino por sus vidas. Tal es el caso de José Antonio Muñoz Rojas, del que se está reeditando ahora toda su poesía (en prosa y verso) y del que acaba de aparecer Las cosas del campo, uno de sus libros cardinales. Reactivar el conocimiento de un escritor más bien olvidado durante un injusto número de años no es demasiado infrecuente, aunque por lo que respecta a Muñoz Rojas el episodio resulte de una singular pertinencia. Supone a todos los efectos el rescate de una conducta humana y literaria siempre dignificada por el prudente ejercicio de la razón. Entre la actitud serena del escritor antequerano y la de los consabidos espadachines de la literatura, queda la misma distancia que entre la calma y la tempestad. Leí el otro día en este periódico unas luminosas declaraciones de Muñoz Rojas sobre su vida, su obra, sus recuerdos. Nunca estuve lejos del poeta, pero esas palabras suyas volvieron a acercarme con efusión indistinta a la persona. Ahí estaba el Muñoz Rojas de siempre: delicado, docto, noble, discreto, veraz. Me agradó leer su pensamiento, esas pautas especulativas en torno a su manera de ser y su modo de vivir. La evocación de su etapa de banquero -que es cuando yo lo conocí- volvió a situarme en aquel despacho donde recibía a los grandes exponentes de la cultura de la época -Carande, Dámaso Alonso, Zubiri, Luis Rosales- con la misma cortesía que a esos alevines de poeta que, como yo, andaban queriendo salir a flote en aquel inhóspito Madrid de los años cincuenta. El escritor, el labrador, el financiero Muñoz Rojas también fue entonces para muchos lo más parecido que había a un mecenas renacentista. Desde su primer libro, Versos de retorno, publicado poco después de que yo naciera, Muñoz Rojas no ha hecho sino adentrarse en el examen acendrado de su experiencia íntima y, hasta cierto punto, de una experiencia colectiva. Casi toda su obra insiste en el registro de esa órbita rural malagueña que constituye el eje reflexivo de su vida. Logró así deducir de "las cosas del campo" el sentido primordial del mundo, asociándolo a una serie de emocionantes meditaciones domésticas. Una profusa conquista intelectual que sólo pueden conseguir los muy ponderados. Andaluz y británico, inserto en la tradición liberal de una cierta burguesía agraria, Muñoz Rojas es fundamentalmente un poeta que ha ido explicándose mejor a medida que pasaba el tiempo por sus libros. Podría decirse que su poesía y él han cumplido los mismos intachables años. Como otros ilustres nonagenarios andaluces -Ayala, Alberti, Domínguez Ortiz-, el autor de Las musarañas vuelve siempre, como un patriarca clásico, adonde solía. Entre su recordada universidad de Cambridge y su querida Casería del Duque, entre la secretaría general del Banco Urquijo y la benemérita Sociedad de Estudios y Publicaciones, Muñoz Rojas sigue alojándose en un lugar eminente de la historia literaria de la decencia.

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